ESTRELLA DEL MAR
ESTRELLA DEL MAR
Por Roger Vilar
I
Domingo de Guzmán despertó en la madrugada. El bóreas bajaba desde el frío norte y se filtraba entre las lajas de piedra que constituían la casa circular. La tormenta de nieve no cesaba desde hacía dos noches. Su padre, Gudal, le echó encima una piel más de carnero, atizó el fuego, y volvió a su jergón de paja. Seis años atrás, cuando tenía sólo uno de nacido, era su madre, Gaiamere, la que lo abrigaba en su pecho. Pero Gaiamere había muerto antes de que Domingo cumpliera dos años. Cuando él le preguntaba a Gudal la causa del deceso, este lloraba y luego señalaba el fuego y el humo que ascendía hasta salir por un hueco en el techo cupular de la casa. No era una respuesta para Domingo de Guzmán. Por eso, en aquellas frías madrugadas de su infancia intentaba desentrañar el misterio de la partida de su madre. Intentaba reconstruir fragmento a fragmento la imagen de Gaiamere, pero cuando ya casi la mujer estaba completa, sucedía que la somnolencia lo derrotaba. Gaiamere seguía en su mente, pero se transformaba. Era como una enorme copa de piedra verde, quizás de veinte metros de profundidad por diez de diámetro. Domingo se asomaba al borde y a pesar de tanta acumulación de agua, podía ver el fondo de la gigantesca copa. Entonces, en medio de aquel sueño el cielo se tornaba gris, cargado de nubes, comenzaba a tronar, y un rayo caía en el agua de la copa haciéndola hervir como sólo pueden hervir los océanos cuando los volcanes sumergidos exhalan llaman gigantescas. Domingo huía aterrorizado, y despertaba sudoroso. La imagen de su madre, que con tanto esfuerzo de imaginación había logrado construir, se había borrado. Seguramente la noche siguiente volvería a soñar lo mismo, o tal vez la próxima semana. Entonces, se decía, tendría el valor para mirar al fondo de la copa después de la caída del rayo, y seguramente vería los ojos y el rostro que deseaba contemplar. De momento ya amanecía, la tormenta había amainado, y su padre se dedicaba a quitar la nieve de la puerta de la casa. Debía ayudarlo.
II
Las olas del amanecer eran muy frías. Lamían la arena de la playa con pereza. Lejos, en un mundo quizás inalcanzable, se alzaba el sol sobre el oscuro horizonte marino. Su brillo matinal creaba un camino resplandeciente, estrecho en el origen, pero este se iba ensanchando a medida que avanzaba hacia la costa, hasta terminar en la luz verde y azul clara, a ratos espumosa, de la rivera. Domingo De Guzmán caminó unos tres metros mar adentro, hasta donde las olas batían con suavidad sus rodillas. Sintió como, bajo sus pies, el mar arrastraba la arena. Finalmente el eterno flujo y reflujo de las aguas lo derribaron, y se alegró cuando el agua refrescó todo su cuerpo.
Muy cerca, unos diez metros a su derecha, la veintena de hombres y mujeres seguía construyendo el barco, clavaban, martillaban, alzaban con poleas y palancas las vigas, las tablas, los troncos de árboles cortados dos meses atrás, que empezaban ya a dar forma a un navío no muy grande, pero si destinado a recorrer un camino desconocido para cualquier marinero. Por otra parte, ninguno de ellos era hombre o mujer de mar, eran labradores que sembraban trigo en aquella península, Iberia. Tanto Guzmán como los otros eran tartesios, y además de sembrar trigo, pastoreaban ovejas, tenían puercos y a veces extraían hierro y oro de las minas de la región. Quiénes en verdad eran hombres de mar eran los fenicios, ellos llegaban a las costas de Iberia y compraban los cereales, la carne salada, la lana, la manteca de los puercos, los metales… Y se hacían a la mar otra vez, a comerciar en tierras lejanas cuyos nombres sonaban parecido al viento que sopla en los sueños.
Domingo De Guzmán y los otros que construían el barco no se lanzarían al mar para comerciar, sino a causa de una visión que había tenido Órigo Buelga, un campesino con ojos tocados por la locura, y manos largas con dedos que terminaban en uñas puntiagudas parecidas a las garras de un zorro. El hombre, un solitario que vivía en un pequeño castro de piedras, había tenido un extraño sueño un año atrás. Era de madrugada y Buelga salió desnudo de su morada, gritando que había visto un triángulo luminoso, hecho todo de un claro diamante, en cuyo centro había un rostro hecho de rubíes, cuya resplandeciente miraba sondeaba todas las cosas del universo, tanto lo visible como lo invisible, tanto el pasado como el futuro.
Órigo despertó a los aldeanos con su locura, diciéndoles que debían emprender un viaje por mar hasta llegar a aquel lugar. También había despertado a Domingo de Guzmán, que entonces tenía quince años, y ayudaba ya a su padre en las rudas tareas del trigal. Gudal de Guzmán, sujetó al alucinado Buelga y ayudado por otros campesinos lo amarraron y lo metieron nuevamente a su casa. “Tal vez la soledad lo volvió loco”, murmuró Gudal, mientras intentaba conciliar nuevamente el sueño. Loco o no, las palabras de Órigo quedaron en la mente de Domingo, y en la de otros campesinos que no podían olvidar, ni dejar de codiciar, tan enorme cantidad de diamantes y rubíes.
Legó el tiempo de la cosecha, y entre canciones y tragos de vino, los tartesios recogieron los frutos de la tierra. Otra vez llegaron los fenicios, compraron granos, tejidos y metales, los almacenaron en las bodegas de sus barcos, y estuvieron en tierra unos tres días, descansando, antes de emprender nuevamente la travesía. Domingo tenía entonces dieciséis años y no había olvidado el estallido de locura de Órigo Buelga. El triángulo de diamantes y su eterna mirada de rubíes resplandecía a veces en los recuerdos del adolescente. Sentía mucha curiosidad. En la tripulación fenicia venía un joven de la edad de Guzmán, Amelkar Barqa. Guzmán le contó el sueño de Órigo. Amelkar escuchó la historia con gran asombro.
“Eso es verdad. Mis abuelos hablaban de ese triángulo. Está después del fin de la tierra. Es una isla triangular, justo donde el mar se precipita en el abismo sin fondo. Nosotros, los fenicios, lo sabemos, pero nadie se atreve a navegar hasta allí. Temen caer en la nada, la nada es una poderosa hechicera, una diosa terrible que custodia esa isla y sus riquezas”.
Guzmán hubiera querido saber más, pero Amelkar Barqa se marchó en la flota fenicia, a comerciar todo lo que habían comprado en Iberia. Domingo le contó la historia a su padre Gudal, y este a otros hombres de la tribu. La noticia de que los fenicios sabían que había una isla semejante a la del sueño de Órigo Buelga llegó a oídos del grasiento Orso Calias, un hombre gordo, enorme, que tenía más fanegas de tierra que nadie, y siempre estaba ansioso de ampliar su señorío, adquiriendo los trigales de aquellos tartesios que caían en la miseria, y ya no podían seguir cultivando por falta de recursos. El obeso ser los convencía de que le vendieran sus parcelas. Cuando ellos, acosados por el hambre, accedían, Orso les lanzaba a la cara unos pocos estáteros griegos (los tartesios no tenían monedas propias en aquel entonces) y les hacía jurar sobre una piedra que jamás volverían a reclamar sus fanegas. Eran muy pocos estáteros, y aquellas pobres criaturas sólo podían comer unos tres meses. Luego, desesperados, se hundían en los bosques para llevar una vida parecida a la de las fieras hambrientas. El anciano Carpio Ayamonte recriminaba duramente a Orso por esta conducta. Orso eructaba, se burlaba del viejo, y seguía extendiendo su codicia a través de nuevos sembradíos. Pero ya no quería más tierras. Ahora ansiaba aquella isla donde había tantos diamantes, una isla que lo convertiría, si lograba llegar a ella, en el hombre más rico del mundo.
“Sí existe. Son muchas las pruebas. Los dioses metieron ese sueño en la cabeza de Órigo. Y es verdad. Los fenicios se lo confirmaron al hijo de Guzmán. Los fenicios lo saben todo”, les decía a los otros tartesios, pero ellos lo miraban incrédulos.
“Debemos buscar esa isla, amigos”, insistía Orso Calias y eructaba.
Pero la palabra “amigos”, sonaba a mentira en la boca del obeso terrateniente. Todos sabían que él no tenía amigos, sino muchos almacenes para el trigo, y una esposa esmirriada, flaca, de dientes amarillos, Guncia, que comía tanto como él, pero siempre mantenía aquella apariencia amarillenta y desnutrida. Los hijos de Orso parecían ´pequeños cerditos sucios, siempre bebiendo manteca de puerco y comiendo enormes cantidades de habas.
La gente empezaba creer en la existencia de aquella isla, muchos soñaron que llenaban sus morrales de diamantes y rubíes, y se iban con aquellas riquezas a disfrutar las bellas mujeres de la legendaria Babilonia, una tierra de la que todos habían oído hablar, pero que nadie sabía a ciencia cierta si existía o no.
Las cosas cambiaron cuando llegó a Iberia, en un desvencijado esquife, el griego errante, aquel Lykosophos Naumakia. Era muy viejo, tanto, que no lograba recordar si peleó al lado de Aquiles o lo hizo junto al general Pericles. Sabía que había peleado en una guerra, tenía miles de arrugas, unos cabellos y una larguísima barba blanca, ojos azules, y una túnica remendada, que alguna vez fue de color rojo, pero ahora la tintura estaba tan desvaída que parecía más bien de una tonalidad lodosa. Eso era todo, así se podía describir al griego errante. Hubiera sido olvidado pronto si no hubiera empezado, casi con furia, lo que él llamaba “la predicación del triángulo”.
“Necesitamos encontrar el triángulo. El triángulo es la clave de la geometría y está en la base de la ‘sección áurea’, llamada también ‘proporción divina’. Sintetiza la trinidad del ser, como producto de la unidad del cielo y de la tierra, la suma del uno y del dos. Lo aprendí de Pitágoras, fui su alumno. Ustedes deben ayudarme a encontrar el triángulo original”, les decía Lykosophos Naumakia a los rudos Tartesios. En ese momento Domingo de Guzmán tenía ya dieciocho años y una fuerte complexión varonil. Observaba en silencio, pero con enormes deseos de aventura, al griego. Este, sustentado por algunos mendrugos de pan que le regalaban los tartesios, seguía hablando con una energía casi divina.
“Platón expone en el Timeo que el triángulo equilátero simboliza la armonía, la divinidad y la proporción; y que el hombre se representa con la división en dos de ese equilátero, convirtiéndose en un triángulo rectángulo. Su tarea es recuperar esa parte ‘perdida’ mediante un tránsito de regreso, evolutivo, y restablecer al fin del camino el equilibrio perdido”, casi gritaba el anciano Naumaquia.
¿Quién era Platón? ¿Qué cosa era el Timeo?, se preguntaba con gran curiosidad Domingo. Orso Calias también solía escucharlo. Eran demasiadas coincidencias. El sueño del loco Órigo Buelga, la extraña historia que contara aquel muchacho fenicio, y ahora este sabio griego que hablaba sin cesar del prodigioso triángulo equilátero.
“Anciano… ¿Ese triángulo está lleno de diamantes y rubíes?”, preguntó Calias a Lykosophos.
“Por supuesto, el triángulo contiene todas las riquezas del universo”, decía Lykosophos. Entonces Orso enrojecía de emoción. Imaginaba enormes montañas de diamantes. Acuciaba con gritos a los tartesios a emprender de una vez y por todas la construcción del navío que los llevaría a la misteriosa isla. Por eso nunca escuchaba la parte final del discurso del griego. La parte final, la que más que los diamantes o rubíes, atraía a Domingo de Guzmán.
“Sí, es una isla, sí lo es. Una isla en forma de triángulo equilátero. Sintetiza la trinidad del ser, como producto de la unidad del cielo y de la tierra, la suma del uno y del dos .Esa suma es el tres. Por eso es y tiene que ser un triángulo equilátero”.
“¿Tiene que ser, dices? ¿Acaso no es?”, le preguntó Fulco de Osma a Lykosophos.
“Es, tiene que ser, y no puede ser que no sea”, respondía el viejo Naumaquía.
“Esas palabras suenan a fantasías tuyas, anciano”, replicaba Fulco.
Pero los gritos de Orso Calias intentando convencer a los tartesios para que emprendieran el viaje generalmente no permitía que la mayor parte de ellos escucharan este diálogo, que se repetía con frecuencia, entre Fulco y Lykosophos. Domingo de Guzmán si lo escuchaba, pues prefería quedarse junto a aquel viejo salido de las páginas de un libro que aún no existía, La Ilíada, pero cuya memoria se remontaba al momento en que Príamo, el venerable, vio alzarse el fuego que consumió el cadáver de su hijo Héctor. Alguien cantaría estos hechos, pero nunca fue el alucinado Lykosophos Naumaquía. Él sólo tenía palabras para hablar del triángulo equilátero y la necesidad de encontrarlo. Era el viaje y la importancia atribuida al tres, lo que convenció a Domingo de acompañar a los aventureros. Por eso, el día en que un grupo de hombres y mujeres le dijeron a Orso Calas que sí construirían el barco, el hijo de Gudal se unió al loco plan marítimo. Por eso ahora estaba allí, en aquel amanecer, inmerso en las partes más bajas de la playa, refrescándose, y en pocos minutos se uniría al grupo de tartesios que claveteaban los últimos palos de un buque, grande sí, pero quien sabe si seguro para surcar mares ignotos.
Gudal se opuso, horrorizado, al proyecto de Domingo. Le dijo, le aseguró, que moriría en aquel viaje, que no tenía otro mapa ni otra certeza que las alucinaciones de Órigo Buelga y la mente desvencijada y decadente de un anciano griego. Domingo no obedeció a su padre, ni siquiera el día en que Gudal lo abofeteó. Aguantó, estoico, los golpes en su cara, sintió como la sangre escurría por su cara hasta que gruesas gotas cayeron a la tierra. Gudal retrocedió lleno de remordimiento al ver el rostro herido de su hijo. Dominicán de Guzmán miró a su padre y repitió una vez más:
“Iré a buscar el triángulo”
“Ni siquiera el viejo Naumaquía se ha atrevido a desmentir que lo custodia una diosa terrible, cruel e invicta. ¿Crees que ella permitirá que unos pobres tartesios roben las riquezas de su isla?”, replicó Gudal.
“Hablaré con la diosa si es necesario”, contestó Domingo mientras se secaba la sangre de su rostro.
Entonces su padre le contó la historia que durante años había mantenido en secreto.
“Un mes antes de que Gaiamere te diera a luz, tuvo un sueño espantoso. Soñó que en lugar de un niño paría a un perro, luego una diosa poderosa le quitaba el perro, se lo llevaba, y lo ataba a un árbol que estaba en una isla triangular. El perro siempre estaba furioso, mostraba los colmillos, y no dejaba que ningún leñador talara el árbol”.
La historia impresionó mucho a Domingo de Guzmán, tanto que se quedó quieto, sin hablar, casi un minuto, luego dijo:
“Podría haber sido sólo un sueño de mi madre. Muchas mujeres sueñan cosas extrañas”.
“No era un sueño cualquiera, era un augurio que los dioses metieron en su cabeza. Cuando naciste no lloraste como los demás niños, tan sólo ladraste como un perro furioso”.
La anécdota infundió gran temor en Domingo, sabía que su padre nunca mentiría acerca de Gaiamere. La seguía amando tanto en el calor de las primaveras como en las tormentas de nieve de los inviernos. Era verdad. Era verdad el sueño de su madre, y era verdad que él había ladrado como un perro al nacer. Su padre nunca mentiría sobre Gaiamere, jamás deshonraría la memoria de la mujer que había amado. Lo sabía muy bien el muchacho, por eso, asustado, sin decir una sola palabra, entró al castro de piedras y se encogió en su jergón de paja. Gudal pensó que finalmente lo había disuadido de emprender la loca travesía que predicaban Lykosophos y Orso Calas. Durmió tranquilo esa noche, pero al amanecer su hijo dijo lo mismo de siempre.
“Iré a la isla triangular y hablaré con la diosa invencible que la custodia”.
Gudal ya no intentó desviarlo de sus planes, supo en ese momento que sólo si lo mataba impediría que Domingo se lanzara en una ruta que parecía llevar a la nada y a la demencia.
Y por eso Domingo estaba allí, saliendo del agua matinal, caminando hacia los constructores del navío. Se unió a ellos y empezó a poner unas tablas en cubierta bajo las cuales estaba la bodega con agua y comida. Sin embargo no estaba tranquilo, temía, temía sobre todo a aquella serpiente de la que le había hablado Amelkar. Migdar, el gran monstruo marino, dueño de los mares del norte, ansioso siempre de devorar barcos y hombres. ¿No sería mejor navegar dentro del mar mediterráneo? Se lo habían preguntado a Naumaquia, pero este siempre dijo que había que emprender la ruta del norte, y la ruta del norte llevaba probablemente, a las fauces escalofriantes, tan amplias como la boca de un volcán, de la poderosa serpiente Migdar. ¿Quién los protegería del monstruo?, se preguntó Domingo. “De nuestros enemigos líbranos, Señor Dios nuestro”, murmuró el joven. ¿Cuál señor? Quizá el que habitaba en la cima del monte Mulhacen, pero nadie había visto a ese dios nunca. En cierta ocasión él y su padre Gudal habían intentado peregrinar hasta su cumbre, pues contaban las leyendas que allí crecía un árbol que unía a la tierra con el cielo y a todos los hombres entre sí.
Querían ver si aquel dios árbol podía devolverle la vida a Gaiamere. Estuvieron tres días caminando bajo el feroz invierno. ¿Por qué habían ido en invierno? ¿En la peor época del año?, se preguntó Domingo. Ah, era porque según las leyendas en el día más frío del año cuando aquel árbol infinito daba a luz una flor extraña, bella y poderosa. Una rosa. Quien mirase la rosa obtendría lo que quisiera. Por eso, por eso él y su padre desafiaron las ventiscas, atravesaron bosques congelados, anduvieron entre los lobos, con antorchas encendidas alejaron bestias innombrables, seres cornudos, de colmillos sanguinolentos, que acechaban a los viajeros durante las frías noches, para devorarlos. Pero Gudal y Domingo pudieron repelerlos, iniciaron el ascenso, y al segundo día llegaron a la mitad del monte Mulhacen. Allí terminaba el bosque, y el resto era una roca dura, escarpada, y cubierta de nieve. Los fieros vientos del norte se abatían sobre el padre y el hijo, que a duras penas subían quizás dos metros o tres en una hora. Al tercer día estaban a punto de morir, el intenso frío les había quemado la piel de la cara, tenían llagas en sus mejillas, y apenas podían mover sus dedos, casi congelados. Tropezaron, rodaron cuesta abajo, las piedras filosas magullaban sus cuerpos, y de pronto el suelo cedió bajo sus pies. En ese momento ambos pensaron que había llegado el fin de sus vidas. Cayeron en una especie de gruta. El suelo estaba cubierto de hojarasca. No sufrieron gran daño. Al incorporarse vieron que a pocos pasos de ellos ardía una hoguera. Más allá, detrás del humo y las chispas, vislumbraron un bulto, una sombra que se movía. Era la vaga silueta de una mujer. Una bruja seguramente, una hechicera que terminaría con la vida de Gudal y Domingo en poco tiempo.
La mujer se acercó a ellos. Traía muchísimos mantos encima. Sus cabellos, rubios, salían en grandes trenzas hasta la cintura. Sus ojos azules parecían llamear como grandes estrellas de hielo en una galaxia infinita. A los Guzmán la mujer por momentos les parecía joven y bella y por momentos vieja y horripilante.
_ No nos mates _rogó Gudal.
_ ¿No? ¿Por qué no habría de hacerlo?
_ Buscamos la rosa del árbol del Mulhacen. Con ella podríamos revivir a mi madre.
_ Sólo los dignos encuentran la rosa _dijo la mujer, y ahora sus ojos eran semejantes a los de una loba hambrienta.
_ Sé que no soy digno, pero amo a mi madre. Quisiera verla otra vez _dijo Domingo.
_ Yo soy Hildegard, la Sibila del Mulhacen. Es posible, Domingo, que algún día encuentres la rosa. Pero no será hoy, ni mañana, ni este año. Regresen a su aldea _les aconsejó la mujer y extendió un objeto al adolescente.
Domingo lo observó en su mano. Era una cruz de madera de la que salía una cuerdecilla de aproximadamente una vara de largo.
_ ¿Qué hago con esto? _preguntó Domingo.
_ Ponerle las rosas, hasta que encuentres a la rosa suprema _dijo Hildegard.
_ ¿Quién me dará esas rosas?
_ Aquel que aun estando muerto es capaz de llamarse a sí mismo a la vida _respondió la Sibila y su cuerpo empezó a difuminarse en el humo de la hoguera, sus cabellos en las chispas de fuego.
_ ¿Quién es?
_ El tres… alcanzó a decir aún Hildegard, pero su voz ya era parecida al aullido de los lobos en medio del viento. Y así desapareció. Sólo quedaba la gran hoguera.
Gudal y Domingo decidieron pasar la noche allí, al cobijo de aquella llamarada. Al otro día, atónitos, emprendieron el camino de regreso a su pueblo. Al llegar no contaron nada a nadie. Pero el mozo guardó la cruz con la cuerdecilla. Siempre la llevaba atada al cuello, debajo de las pieles de carnero que lo protegían de las inclemencias del tiempo. Cuando oyó hablar del triángulo al viejo Naumaquia su intuición le indicó que aquel era el Tres que le daría las rosas.
De momento eso pensaba, eso meditaba mientras clavaba las últimas tablas. El navío estaba casi listo. Orso no había movido un solo dedo para construirlo, pero hizo traer alimentos día tras día para los constructores. Al atardecer, cuando las aguas del mar reflejaban los débiles resplandores del crepúsculo, el barco estaba terminado. Los hombres y mujeres que lo hicieron estaban extremadamente cansados. Cayeron en la arena como fardos en los cuales no circulaba la sangre. Domingo se durmió rápidamente. En sueños vio a Hildegard, la sibila del Mulhacen. Sus intensos ojos azules… “Creo en el Tres”, le dijo Domingo. Ella le entregó una cuenta de madera, se convirtió en loba, y desapareció en los bosques. Domingo durmió tranquilamente, sin tener otro sueño. Lo despertó la luz del amanecer. Orso les había traído pan y leche recién ordeñada a todos. Domingo empezó a levantarse, se uniría al común desayuno. Entonces, de sus vestimentas cayó una cuenta de madera. Él la tomó, la ensartó en el cordel que salía de la cruz de madera, y murmuró: “creo en el Tres”. Luego se unió al grupo de hombres y mujeres que comían pan y bebían leche tibia mezclada con miel. Al día siguiente, les anunció Lykosophos Naumaquia, se harían a la mar.