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EL RITUAL DEL HIJO


1

Felipe Díaz mató a su madre. Fue en Jalcomulco, Veracruz. Allí vivían los dos. Él la llevó a pasear en bote a un río cercano. Aprovechó que nadie estaba a la vista y hundió a la señora Orquídea en el agua hasta que dejó de manotear. La sujetó por los hombros para que no pudiera emerger. Su pelo flotaba como una flor gris. Luego el río se la llevó. Felipe se lanzó al agua y volcó el bote para aparentar un accidente. La corriente estaba llena de rápidos y cascadas. Arrastró a Felipe contra las rocas, le partió un fémur, varias costillas, y le hizo una gran herida en la cara. Unos jóvenes que navegaban por allí lo salvaron. En un estado tan lamentable no costó trabajo que las autoridades le creyeran. Fue un accidente, decían todos en el barrio. Unas vecinas cuidaron a Felipe Díaz durante su convalecencia. Él tenía treinta años cuando cometió el crimen, su madre cincuenta y siete. Pasaron las semanas y no encontraban el cadáver de la señora Orquídea. Aun así la dieron por muerta. Después de tres meses Felipe estaba restablecido. Una horrible cicatriz le surcaba el rostro desde la mejilla izquierda hasta la frente. Los labios quedaron un poco desfigurados, no podía cerrarlos bien, se le veía la parte superior de los dientes. Pero estaba feliz. Era libre de su madre Orquídea.


Orlando, el padre de Felipe Díaz había muerto de leucemia cuando el niño tenía un año. Dejó en herencia a su esposa dos edificios de departamentos con cuya renta no faltaría dinero a la familia. Orquídea decidió no volverse a casar nunca. Se dedicaría con todas sus fuerzas a amar y cuidar a Felipe. Se convirtió en una monja sin hábitos. Su belleza decayó. Una máscara de tristeza selló su cara. Decía que no tenía otra motivación en su vida que su hijo. Pronto empezó a sobredimensionar los catarros del niño, o a crearle enfermedades imaginarias de las que debía salvarlo. Si Felipe tenía una gripe, ella decía que era un ataque de asma. Prohibió a su hijo jugar con los otros niños de la calle. Ellos, con una pelota vieja, ensayaban juegos de fútbol. Felipe los veía desde la ventana con envidia. Le pedía a su madre que lo dejara salir a jugar. Ella le decía “Hijo, tú no puedes, eres un niño enfermo. Te caerías o esos energúmenos te golpearían”. Un día lo dejó salir con los otros niños. Pero como no tenía práctica en jugar fútbol, se rieron de él y lo tiraron al suelo. Felipe regresó llorando a su casa. Su madre Orquídea le dijo: “ves, por no hacerle caso a tu madre, te lo dije, tú no puedes, eres un niño enfermizo”. Y ya no volvió a intentar salir a la calle, excepto para ir a la escuela, a donde su madre lo llevaba.


En esos años adquirió el placer de la lectura. Leyó con fruición “Alicia en el país de las maravillas”, “La Iliada”, “La Odisea”, una antología de mitos griegos y germánicos, y muchos cuentos de hadas. En ellos descubrió también a las brujas y quedó fascinado. Aquella oscuridad lo atraía sobre todas las cosas.


Leía en su cama por muchas horas. Orquídea estaba encantada con tenerlo encerrado. De vez en cuando se asomaba al cuarto y lo miraba. Le llevaba refrescos y botanas. Así llegó a la secundaría. Orquídea lo seguía llevando a la escuela. Los varones se reían de él, y las niñas decían que jamás tendrían un novio así. A Felipe le gustaba Adriana, una hermosa adolescente, pero nunca se atrevió a decirle nada. A veces sus compañeros lo acorralaban para pegarle, pero Felipe descubrió en sí mismo una rabia inaudita y los repelía con saña. Pronto se dieron cuenta que aquel adolescente con cara de mosca muerta no era tan inofensivo como parecía.


En las tardes su madre lo llevaba a las librerías. En especial a una que se llamaba “El arpa y la sombra”. Esa fue un verdadero descubrimiento para Felipe. Allí había un anaquel repleto de libros de ciencias ocultas. Era la conexión definitiva con aquellas brujas que le habían fascinado en la infancia. Allí vio el “Grimorio de San Cipriano”, el “Malleus Maleficarum”, “El libro de Abramelin el Mago”, y las investigaciones diabólicas de Eliphas Levy, cuyo volumen tenía como portada una imagen del Baphomet, o demonio de los templarios. Felipe Díaz se precipitó hacia ellos, pero Orquídea le dio un manotazo en la mano. Fue como un fuego quemante. Aquel golpe había llegado a lo más profundo del ser de Felipe, no sabía por qué, pero lo había desnudado y ridiculizado. Por primera vez vio a su madre como un cuervo negro y maléfico.


“¡Son demoníacos, no te atrevas a tocarlos!”, dijo histérica la señora Orquídea y sacó a Felipe de la mano. Sus dedos eran una garra caliente en la carne del hijo. Ella, como tenía mucho tiempo libre, y se aburría, y había rechazado a todos sus pretendientes, iba a una iglesia pentecostal donde el demonio era el tema diario. El ángel de las tinieblas estaba en todas partes. En un cigarro, en una copa de vino, en un baile erótico, pero, sobre todo, en aquellos que le rendían culto de manera abierta y descarada.


Felipe tenía quince años. La señora Orquídea empezó a obligarlo a ir a la iglesia. Allí un pastor barrigón y grasiento hablaba continuamente de los peligros de la carne. No se podía mirar con lascivia a las mujeres. No se podía bailar, no se podía fumar. Las mujeres debían de tener el pelo largo y los hombres el pelo corto. Los vestidos debían de caer por debajo de las rodillas. Las jovencitas parecían monjas cuyo convento era la casa. Los hombres, machos contenidos con un bozal y un yugo de bueyes. La señora Orquídea persuadía a su hijo para que pasara al frente, se arrepintiera públicamente, y se convirtiera al evangelio. Felipe nunca lo hizo.


Ahora estaba en la escuela preparatoria. Se sentaba en el último sillón. Más que nunca era el blanco de las burlas de todos. Su madre seguía llevándolo a la escuela. A la hora del receso se presentaba con una merienda para su hijo, las cuales llevaba en unas bolsas feas y raídas. Felipe huía apenas veía aquella sombra negra y avejentada surgir en la calle. Era peor. Orquídea empezaba a decirles a sus compañeros que era la madre de Felipe y que lo buscaba. Entonces, los compañeros, y, peor, las compañeras, por solicitud o por sarcasmo, buscaban a Felipe, a veces lo encontraban y lo llevaban hasta su madre. Allí ella sacaba unos sándwich manoseados, y un jugo de naranja, y obligaba a Felipe a ingerirlos delante de todos. Las risitas a medio labio eran visibles. La señora Orquídea le decía a Felipe “Te da vergüenza tu madre”, y empezaba a llorar. Felipe contaba los minutos para que terminara el receso. Su madre se marchaba y regresaba tres horas después para llevarlo a la casa. Decía que tenía que alejar a su hijo de las tentaciones del demonio.


Felipe se sentía acorralado. Empezó a fugarse de la escuela. A las nueve de la mañana salía, y no regresaba hasta las diez, hora en que su madre venía con la merienda. En ese tiempo iba a la librería “El arpa y la sombra”, y revisaba aquellos libros de ocultismo y magia negra. Allí se deslumbró con la Biblia Satánica de Anton Szandor La Vey. Le impresionó las palabras del prologuista. “La figura de Satanás es vista como una idea en contra del dios tiránico del Viejo Testamento. Un dios que sólo se dedica a prohibir cosas al ser humano. Esta biblia busca que las personas entiendan que cada uno de ellos es su propio dios”. Él, Felipe, quería ser su propio dios, y oponerse a aquella tiranía del dios judío. Otra cosa que le impresionó fue que Szandor La Vey denunciaba la concepción del hombre de la Biblia judeocristiana, diciendo que le imponía cosas imposibles de cumplir para el ser humano. Felipe quería hacer un ritual para atraer a Lucifer y conversar con él. Pero no se atrevía.


Sin que Orquídea se diera cuenta, guardó el dinero que ella le daba, y cuando tuvo suficiente, compró la Biblia Satánica. La leía en las madrugadas con un placer de lo prohibido insólito. Era casi como un orgasmo hacer algo que su madre detestaría. Los libros satánicos se fueron acumulando bajo el colchón de Felipe. Cayó en sus manos uno que llegó a adorar. No era propiamente un libro satánico, más bien era una narración de dos frailes inquisidores: Kramer y Sprenger. El libro había sido escrito contra el diablo y las brujas, pero contenía muchos de los rituales de las hechiceras. El sacrificio de animales o de niños sin bautizar a satanás. Felipe ya tenía 18 años, y fue la primera vez que se le ocurrió sacrificar a su madre al diablo.


Se volvió supersticioso. Creía escuchar ruidos extraños en la madrugada. Suspiros en la cocina, o en el comedor. Pensaba que el Ángel de las Tinieblas se desplazaba por allí. Cuando caminaba junto a jardines o a cementerios veía piedras con rostros de dioses paganos. Los objetos, creía, empezaban a tener una vida animada. No los recogía y los llevaba para su casa, porque en estos paseos siempre estaba acompañado de su madre. Sobre todo Orquídea gustaba de visitar el cementerio. Allí limpiaba las tumbas de la familia y le ponía flores. Lloraba de manera enfermiza, y agarraba la mano de su hijo. Felipe sentía un profundo asco, como si la garra de una lechuza vieja y encorvada se cerrara sobre su carne.


Había terminado la preparatoria. Felipe quería estudiar letras inglesas, pero para ello tendría que irse a Xalapa. Orquídea empezó a llorar. No, no lo permitiría, porque ella moriría de tristeza con su hijo lejos. Además, no daría ni un centavo para aquel propósito. Felipe se hundió en su cuarto. Era como un inválido triste. Se fue encorvando. A veces tartamudeaba. Adquirió una gran palidez. Su cuerpo se volvió endeble y enflaquecido. Encerrado en su cuarto invocaba a satanás con su mente, pero no venía. Tenía que hacer un sacrificio, lo sabía. El de la señora Orquídea sería el mejor. Imaginaba como la cortaba en pedazos con un cuchillo afilado.


Así pasó el tiempo. Felipe parecía un anciano con sólo 29 años. Le habían salido muchas canas, y casi siempre estaba en su cuarto acostado, viendo películas o leyendo. Su madre le decía a todos que su hijo llevaba una vida de “santidad”. Alejado de los vicios y las mujeres. Empezó a planear que estudiara teología y fuera pastor de una iglesia pentecostal. Tendría que ser en Xalapa, pero ella, Orquídea, podría mudarse allí para estar cerca de él mientras estudiaba.


Pero la sirvienta se enfermó. Faltó una semana completa. Orquídea dijo que ella haría la limpieza de la casa. Felipe se asustó mucho. Propuso limpiar él mismo su cuarto. La madre se negó rotundamente. Ella lo haría. “¿Qué le quieres ocultar a tu madre?” Felipe, con sus 29 años, con su adultez, tembló como una hoja agitada por la tempestad. Cayó exhausto en una silla. No podía hacer nada. La señora Orquídea revolvió su cuarto. Vio una mancha en la sábana. Era el semen de Felipe, cuyo único desahogo sexual consistía en masturbarse. Orquídea mostró la sábana en las narices de su hijo. “¿Cometes ese pecado nauseabundo, verdad? Arrepiéntete o no entrarás al reino de los cielos. Cerdo. Si lo vuelves a hacer te cortaré el pene con una tijera.” Felipe bajó la cabeza. La madre siguió buscando. Halló los libros satánicos.


Los libros de ciencias ocultas que escondía, habían crecido en cantidad. Los disimulaba poniéndolos entre otros libros, novelas, cuentos de Edgar Allan Poe, de Howard Phillips Lovecraft, de Virginia Woolf, o de Charles Dickens. Cuando la sirvienta hacía limpieza, no podía distinguir entre un tema u otro. Además, no le interesaba lo que el joven pudiera leer.


La señora Orquídea lanzó un chillido. Los libros cayeron al suelo. Con el palo de la escoba empezó a pegarle a Felipe. “Bandolero, mira lo que le ocultas a tu madre. Eres un satánico, pero ahora te voy a quitar al demonio de encima”. Sentó a Felipe en una silla, en una esquina del cuarto. “¡De ahí no te muevas, mal hijo!” Felipe ante su madre carecía de voluntad. Aquella voz era como la voz de Dios. Lo paralizaba. No se atrevía a mover un dedo. Sentía una enorme culpa de haber ofendido a su madre. Hubiera querido huir lejos, no estar allí, pero el grito de Orquídea tenía la fuerza de mil cuervos clavándole sus garras al joven.


La madre, enloquecida, se lanzó al teléfono y llamó al pastor de la iglesia, Isidro, un hombre gordo y mal educado. El clérigo llegó enseguida. Traía una biblia negra enorme. Llevaron los libros de ocultismo y a Felipe al patio. Prendieron fuego a los volúmenes, mientras el pastor, con la mano puesta en la cabeza de Felipe, gritaba: “¡Te expulso, Satanás!” El acto fue el más humillante y el más doloroso de toda la vida de Felipe. En aquellos libros se escondía lo que quedaba de él, lo que la señora Orquídea no había podido vigilar ni destruir. Sentía como la mano regordeta de Isidro lo reducía a polvo. Enfrente la madre, como una loca, cantaba un himno a Cristo: “Alabaré, alabaré a mi Señor…” Mientras el pastor le preguntaba a Felipe: “¿Te arrepientes? ¿Renuncias a las obras de Satanás?” Felipe lloraba. Para que ya acabara aquello dijo que sí. Isidro lo obligó a arrodillarse. El joven ratificó su arrepentimiento. Su madre le dio un beso en la frente. Y en ese momento Felipe decidió asesinarla.


Con la astucia acumulada en sus 29 años de opresión, fingió haber cambiado. Acompañaba a su madre a todos los cultos de la iglesia. Se ofrecía para dar su testimonio. Narraba ante la congregación asombrada como Isidro había expulsado al demonio de él. Lo hacía con fruición, pensando que el asesinato de Orquídea se acercaba. La gente lo veía como un buen hijo que había renacido. Empezó a invitar a su madre a diversos paseos. Primero al cine. Luego fueron al campo. Hacían meriendas. Era la primera vez en 29 años que Orquídea salía con un hombre. La vieja parloteaba, recogía flores. Era feliz. Unos días después de que Felipe cumpliera 30 años, fueron a una excursión al Río Pescados. Le costó trabajo convencerla de que se subiera a un bote, pero lo logró. Allí el hijo hundió a la madre en la corriente.


Felipe, heredero de todos los bienes de Orquídea, vendió la casa y se marchó a la Ciudad de México.



2

Tenía dinero para vivir en una colonia luminosa y moderna, pero Felipe Díaz eligió un viejo edificio, de 1890, en la calle República de Venezuela, muy cerca de la vieja Plaza de Santo Domingo, en el Centro Histórico. Era un inmueble sombrío y húmedo. En el vestíbulo del primer piso, en grandes macetas, crecían plantas. Helechos de largas hojas, sábilas, yucas, algunas palmas chicas y raquíticas, macetas donde había cintas cuyas largas hojas se descolgaban hacia abajo, bromelias, floripondios, alas de ángel, y toda una maraña vegetal que proporcionaba humedad y una gran sensación de silencio. De allí arrancaba una escalera cuyos gastados peldaños eran de mármol rosa, cuarteado y sucio. Unas balaustradas con complicados herrajes comunicaban la vieja opulencia del edificio, ahora habitado por gente de escasos recursos que no podían pagar el mantenimiento. Los muros eran callados y gruesos. En los pisos altos los focos se habían fundido, y Felipe tenía que ascender en las noches en la oscuridad. Muchos departamentos estaban deshabitados, y en sus puertas las arañas tejían lentos telares. Muchos de los vecinos eran la imagen de la decadencia total. Una vieja prostituta en el 6, una pandilla de hippies drogadictos en el 8, una oficina de representación de payasos en el 10. El resto estaba habitado por obreros y vendedores ambulantes a los que apenas les alcanzaba el dinero.


El departamento que rentó Felipe Díaz era amplio y de techos muy altos. Una cenefa con motivos vegetales recorría las paredes, en las cuales una vieja pintura verdosa presentaba grietas, polvillo de hongos, una ligera lama. En las puertas que daban acceso a las diferentes piezas de la habitación había ménsulas neoclásicas. Era una gran sala, comedor, cocina, dos cuartos, y un baño con una tina de mármol blanco. Las llaves eran viejas, con formas caprichosas y elegantes.


 

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