EL MAPA DE LAS TIERRAS INASIBLES
Despierto en el interior de una camioneta en marcha. Tengo sangre en la cara. La cabeza me duele. Me palpo, noto una herida en mi cráneo. Todavía sangra. A cada lado tengo un hombre armado con AK 47. Visten de blanco. El vehículo transita por un desierto. Intento preguntar qué sucede, pero la mirada agresiva de mis guardianes me disuade. La camioneta se para frente a un edificio gigantesco y solitario. Me bajan.
--Pero… ¿Qué sucede?
--¡Cállese!
--¿Por qué estoy aquí?
--¡Cállese!
Y me pegan con la culata del arma. Caigo al suelo terregoso. Miro hacia arriba. El rascacielos ha de tener unos cien o ciento cincuenta metros de altura. Está forrado totalmente de espejos. Refulge bajo el sol del mediodía. Unas gotas de mi sangre caen sobre la tierra arenosa. Trato de limpiarme la cara. Los dos sujetos me agarran por debajo de los brazos y me levantan. Me llevan hacia el enorme portón de cristal. Arriba dice en letras doradas: Enaxterio Cincinatti. Pasamos. Estoy en un amplio, amplísimo, salón blanco. Piso de mármol blanco, paredes laqueadas de blanco. Luces blancas que no permiten ni una sola sombra.
--¡Venga, el teléfono celular!
--¿Qué?
--¡Danos tu teléfono celular!
Y lo entrego por miedo a más golpes.
--¿Alguna tablet que traigas? ¿Algún otro modo de conectarte a internet? ¿Algún modo de comunicarte con tus amigos?
--No.
--¡Quítate la ropa!
--Pero… ¿Por qué?
Un culatazo en las costillas. Grito. Caigo al suelo. Unas gotas de mi sangre manchan el mármol impoluto. Me levantan.
--¡Quítate la ropa!
Me despojo del pantalón, la camisa y los zapatos.
--¡La ropa interior también! -ordenan.
Ahora ni siquiera me atrevo a preguntar. Me quito los calzones y los calcetines. Estoy desnudo en medio del gran universo sin colores. Me extienden una bata blanca. Me la pongo. Me hacen avanzar hasta la puerta del fondo. Se abre automáticamente y me pasan a un largo pasillo, también blanco, con puertas cerradas, quizás decenas, a ambos lados. Mis guardianes abren una de las puertas. Me empujan hacia adentro y cierran con llave por fuera.
Adentro, otra vez, todo es blanco. Una pequeña cama. Una mesa de noche. Una lámpara. Un baño. Todo muy limpio. Aséptico. No hay un solo libro. Eso me parece terrible, infernal. Entonces, por primera vez en mi vida, me doy cuenta de que estoy solo, solo, solo conmigo mismo. No es la primera vez que estoy solo conmigo mismo, pero si es la primera vez que me obligan a ello. No me gusta. Ayer todo era distinto. En la tarde anduve por el Boulevard Central, caminando bajo una fina llovizna. El sonido de las gotas sobre las hojas de los árboles, sobre los edificios, sobre los parques, sobre las fuentes, era realmente acariciador. Creo que en ese momento no lo valoré bien. Ahora su ausencia me parece una pérdida gigantesca. Aquí, en esta habitación, no hay ningún ruido. Escupo a ver si el sonido se parece al de la lluvia. Pero no, no se parece. Es sordo, apagado.
No sé porque estoy aquí, ni para qué. Lo último que recuerdo es mi estancia en un bar, allí bebía un whisky mientras contemplaba a una bella mujer. No hay más recuerdos. No hay un puente entre esa noche y mi despertar en la camioneta, con la cabeza y la cara ensangrentada. ¿Por qué me habrán secuestrado? No tengo dinero. Soy un periodista con un sueldo promedio, nada interesante para alguien que quiera ganarse una buena suma de dinero mediante un rescate. Mi familia tampoco es rica. Son gente modesta. No podrían pagar nada por mí. Quien analice bien mi vida, concluirá que a pesar de que se puede establecer un nexo consanguíneo entre mi persona y un hombre anciano, una mujer vieja y moribunda, y algunos sujetos, más jóvenes, que llevan mi apellido, en realidad no se puede decir que yo tenga una familia. Nadie pagará nada por mí. Ni para liberarme, ni para condenarme. No entiendo. No entiendo, más bien naufrago en la blancura. Siento como si empezara a dejar de existir. Voy al baño y le bajo a la palanca. Por lo menos escucho el ruido del agua.
--No gaste agua innecesariamente -me dice una voz.
Busco con la vista la bocina, pero no la encuentro.
--¿Quién es usted? -pregunto.
--Soy Enaxterio Cincinatti.
--¿Es usted una persona?
--Eso no tiene la menor importancia. ¿Qué diferencia hay entre una persona y una no-persona?
--¿Para qué estoy aquí? -indago otra vez.
--Está aquí para contarme sus recuerdos, yo no tengo recuerdos, quiero escuchar recuerdos.
--Esto es absurdo --le contesto a Enaxterio Cincinatti-- ¿Cómo es posible que usted no tenga recuerdos? ¿Es usted una máquina?
--¿Qué importancia tiene ser una máquina o no? Mejor dígame su nombre.
--Me llamo Rodrigo Juan.
-- ¿Rodrigo Juan qué…?
-- Rodrigo Juan Diéguez.
¿Rodrigo Juan Diéguez qué…?
--¿Es importante?
--Sí.
--¿Por qué?
--¿Rodrigo Juan Diéguez qué…?
--Rodrigo Juan Diéguez Faranda.
--Mucho gusto, Rodrigo Juan Diéguez Faranda. Bienvenido a Enaxterio Cincinatti - dice la voz.
--¿Enaxterio Cincinatti es usted o es el lugar?
--No entiendo esa diferencia.
Me callo. La voz de Enaxterio Cincinatti es masculina, correcta, pronuncia con exactitud, pero no tiene acento de ninguna parte. No se podría decir que es mexicano, chileno, cubano, o español. Es una voz neutra, sin el matiz que proporciona ser de alguna nacionalidad hispana.
--¿Por qué me ha secuestrado, Enaxterio? He sido golpeado, vejado. ¿Qué significa esto?
--Usted está aquí para contarme sus recuerdos.
--¿Para qué?
--No tiene por qué saberlo.
--No le contaré nada, Enaxterio. Libéreme. Esto es un secuestro, es un delito.
-- Esto es la manera en que usted me contará sus recuerdos. Si no los cuenta, nunca saldrá de aquí, Rodrigo Juan Diéguez Faranda.
Suspiro. Empiezo a entender que estoy en manos de un loco. ¿O de una máquina?
-- Bien, Enaxterio… ¿Qué quiere que le cuente?
-- Empecemos por recuerdos de su infancia. ¿De qué me hablará?
-- Uhmmm… no sé…
-- Cualquier cosa Rodrigo Juan Diéguez Faranda. Dígame algo de cuando usted tenía dos o tres años.
-- ¿Es en serio, Enaxterio?
-- Sí.
-- No quiero.
-- Bien, apagaré las luces, usted debe de dormir, levantarse a las seis de la mañana. A esa hora es el desayuno.
Imagino las largas horas de silencio y oscuridad total. Minutos, minutos extensos, en los que en cada segundo me estaré preguntando el porqué de mi cautiverio. Una eternidad sin más contacto que conmigo mismo, expuesto a las trampas más criminales de mi imaginación. Esas trampas de la que me salvaba mi teléfono celular, cuando podía conectarme con cientos de desconocidos. Una noche tan abrumadora como el desierto en el que se encuentra este rascacielos. Cambio de opinión.
--Bien, le contaré algo, Enaxterio Cincinatti. No es algo que me haya ocurrido, sino algo que me contó mi madre.
-- ¿Si no ocurrió cómo se podría calificar de recuerdo?
-- Más bien es un recuerdo de mi madre, que ella me transmitió a mí.
-- ¿Entonces, Rodrigo Juan Diéguez Faranda, existen los recuerdos de los recuerdos?
-- Sí.
-- Bien, cuente, Rodrigo Juan Diéguez Faranda.
-- Fue mi madre quien me lo contó, yo quizás tenía tres años, o cuatro. Mi madre me hacía la historia de Mariano Calderón. Ella era una adolescente. Vivía en la casa de campo, en Sao Arriba, con mi abuelo y mi abuela. No sé si con sus hermanas.
-- ¿Un recuerdo es tan inexacto, Rodrigo Juan Diéguez Faranda?
-- Sí.
-- ¿Es inexacto, pero en ello se basa tu noción de la realidad, Rodrigo Juan Diéguez Faranda? ¿No te parece extraño?
-- Así es, es extraño. No me interrumpa. Prosigo. Era de noche, según mi madre. Por ese motivo siempre he imaginado que la puerta y las ventanas de la casa estaban cerradas. Bueno, ahora que recuerdo bien, mi madre me dijo que estaban cerradas. O sea, yo no lo imaginé. No estoy seguro de ninguna de las dos versiones. La cuestión es que tocaron a la puerta, mi abuelo preguntó quién era, y una voz ronca respondió: soy Mariano Calderón.
-- ¿Cómo puede saber que la voz era ronca, si usted no estaba ahí, Rodrigo Juan Diéguez Faranda?
-- ¿No se cansa de repetir mis dos nombres y mis dos apellidos? A mí ya me cansó.
-- No, no me canso. Siga contando, necesito ese recuerdo.
-- Bien… Sé que la voz de Mariano Calderón era ronca… Lo sé porque mi madre imitaba la voz de Mariano Calderón cuando me hacía la historia. La ponía ronca, como si saliera de una tumba, como si encerrara mil misterios.
-- ¿Pero no era la voz de Mariano Calderón, verdad?
-- No, pero gracias a la imitación que hacía mi madre fue brotando toda la figura de Mariano Calderón. Descalzo, sucio, con el pelo encrespado y un pollito en una mano. Tal vez traía un pollito en una mano.
-- ¿Eso se lo contó su madre?
-- Lo del pollito sí.
-- ¿Y lo de los pies descalzos?
-- No, eso no, esa era la sensación que emanaba de la voz de mi madre diciendo: yo soy Mariano Calderón.
-- ¿Podría haber tenido zapatos Mariano Calderón?
-- Sí, claro.
-- Entonces usted, Rodrigo Juan Diéguez Faranda, no almacena ninguna exactitud de aquel momento.
-- No.
-- Dígame… ¿Le dieron albergue a Mariano Calderón?
-- Sí, mi madre me contó que sí. Le dieron un manto, él se acostó en la cocina, con el pollito al lado y así se durmieron los dos. El pollito, para mí, siempre fue el símbolo de la soledad de Mariano Calderón. Lo único que tenía en la vida.
-- ¿Y cómo termina la historia?
-- No sé, mi madre nunca me dijo nada. No sé si Mariano Calderón desayunó en casa de mi abuelo y después se marchó. Espere, espere, Enaxterio, creo que ese vagabundo se marchó en la madrugada, porque cuando mis abuelos se levantaron, ya no estaba allí.
-- ¿Está seguro?
-- No, fue algo que me vino a la mente ahora. Otras veces he recordado la historia de Mariano Calderón, pero nunca reparé en que él escapó de madrugada.
-- ¿Y por qué ahora sí?
-- Tal vez porque usted, Enaxterio, me está preguntando. Aquella salida de Mariano Calderón estaba metida, oculta, en alguna capa de mi consciencia, y ahora apenas se removió.
-- ¿Y podrían seguir removiéndose cosas sobre Mariano Calderón, Rodrigo Juan Diéguez Faranda?
-- Oiga… ¿No me puede decir tan sólo Rodrigo? Realmente es molesta esa repetición de mis dos nombres y mis dos apellidos.
-- ¿Y podrían seguir removiéndose cosas sobre Mariano Calderón, Rodrigo Juan Diéguez Faranda?
-- ¿Es usted una máquina, verdad?
-- ¿Y podrían seguir removiéndose cosas sobre Mariano Calderón, Rodrigo Juan Diéguez Faranda?
-- En fin…Sí, creo que sí.
-- Entonces un solo recuerdo es infinito, nunca deja de desplegarse.
-- Podría ser Enaxterio, no lo sé.
-- Bien, Rodrigo Juan Diéguez Faranda, ya son las nueve y cuarenta y cinco de la noche. Le pasarán un vaso de leche y unas galletas por debajo de la puerta. Usted tiene quince minutos para cenar. A las diez se apagarán las luces, usted irá a la cama, y dormirá, hasta las seis de la mañana, hora en que se levantará, se aseará, y a las siete ya estará desayunando. Yo lo acompañaré, entonces seguiremos la charla sobre sus recuerdos. Por el momento me despido. Tenga usted buenas noches, Rodrigo Juan Diéguez Faranda.
-- Buenas noches, Enaxterio.
La voz calló. Me encontré perdido dentro de aquella pequeña habitación. Sentí que había sido víctima de un robo. Nunca en mi vida yo había contado la historia de Mariano Calderón. En sí misma era insignificante, pero era uno de los tesoros de mi intimidad. Me habían obligado a contarla. Me la habían extraído igual que los ladrones de órganos extraen un riñón o un ojo a su víctima.
Pensaba en esto, cuando en la parte baja de la puerta se abrió una ventanilla, y una mano introdujo la leche y las galletas prometidas por Enaxterio Cincinatti. No había comido en todo el día, y consumí muy pronto aquellos exiguos manjares. Me quedé sentado en el suelo. Pensaba cuantos segundos faltarían para las diez de la noche, hora en que aquel psicótico de Enaxterio Cincinatti había pronosticado que se apagarían las luces. Intenté contarlos siguiendo mis pulsaciones. Las luces no se apagaban. Pensé que Enaxterio me tendría para siempre en medio de aquel infierno blanco con luces blancas, y que yo no podría dormir ni un solo segundo, ni desconectarme un solo segundo. Una blanca estepa de donde era imposible huir. Un desierto de sal. La culminación hasta un grado monstruoso de la monotonía. Y me lancé contra la puerta de la habitación, le pegué puñetazos, grité, pedí auxilio… No sé… No sé cuánto tiempo. Pero de pronto las luces se apagaron y me vi envuelto en una oscuridad total. Fue como si todo cesara dentro de mí. Dejé de dar golpes. Dejé de gritar. Eran las diez de la noche. Claro, si Enaxterio Cincinatti no había mentido. Porque yo ya no podía constatar el tiempo por mí mismo. No tenía ni siquiera un reloj de arena, ni un reloj electrónico, ni un teléfono celular, nada. Tampoco podía ponderar el trayecto del sol o la luna. El tiempo era el tiempo que Enaxterio Cincinatti me comunicase. ¿Habían transcurrido realmente 15 minutos desde que Enaxterio se calló hasta que apagaron las luces? Imposible saberlo.
Con pasos cortos, tanteando en la oscuridad, encontré la cama. No tenía otra opción que acostarme en ella. Por lo menos era mullida y olía a limpio. Me tapé con una colcha. La temperatura era un poco fría, pero no lo suficiente para sentirse incómodo. El que se sentía incómodo era mi cerebro. A esa hora, durante meses, había tenido frente a mí el teléfono celular. Navegaba en las redes sociales, principalmente en Facebook. Cada seis o siete segundos me llegaba una nueva información. Se podía estar horas viendo lo que ponían en sus muros los usuarios. La atención dirigida hacia afuera. ¿No pensar? Eso era una afirmación muy extrema… Pero sí estar siempre a la expectativa de una nueva información que pudiera traer felicidad, aunque realmente todo era casi igual, millones de seres conectados no lograban crear algo más que una monotonía universal. Revolucionarios y anarquistas de las redes que repetían siempre lo mismo. Indignados, activistas en pro de los derechos de los animales, hombres y mujeres que imaginaban ser espirituales y ponían frases de Buda, de Jesucristo, o de algún pastor evangélico. Una infinita variación de mensajes, realmente infinita, pero incapaz de provocar algún cambio importante en la realidad. Y sobre todo, la costumbre del cerebro de recibir estímulos a una velocidad enorme, a dejar entrar, entrar, entrar, sin saber muy bien que entraba. Pero ahora no entraba nada. Yo estaba solo con mi oscuridad. Mi mente no sabía qué hacer. Necesitaba imágenes para estar calmada. No había imágenes salvo las internas. No había sensaciones, salvo las provenientes de mi propio cuerpo y de mi psiquis. Pensé en masturbarme, pero estaba tan acostumbrado a hacerlo viendo pornografía que la sola idea de hacerlo a ciegas me desanimó. ¿Qué haría con mi oscuridad? Los miedos empezaban a aflorar, sobre todo el terror a que aquellas tinieblas fueran eternas. ¿Me estaría buscando la policía? ¿Quién podría dar parte de mi desaparición? Yo vivía solo en la Ciudad de México, hacía tiempo que me había divorciado. El resto de mi familia residía en Cuba. Tenía amigos, si, y amigas, alguna amante ocasional, pero los veía poco. Los primeros en notar mi desaparición serían mis compañeros de trabajo. Que yo recuerde, la noche que bebía whisky en un bar de la Colonia Roma, la última noche de mi libertad, era un viernes. En caso de que haya sido ayer, entonces la primera noche de mi cautiverio era un sábado. No se darían cuenta de mi ausencia hasta el lunes. No, no, aún nadie me buscaba. Y por otra parte… Cuando empezaran a buscarme, ¿dónde me buscarían? Las afueras del edificio Enaxterio Cincinatti me eran totalmente desconocidas. Nada tenían que ver con la Ciudad de México y sus alrededores, ni siquiera con estados cercanos como Morelos o Hidalgo. Era un desierto. Con algunos cactus dispersos y algunos yerbajos amarillos y resecos. Podría ser un desierto del norte de México, pensé. ¿Para qué me tenían allí? ¿Qué me harían? La angustia me crispó el cuerpo, mis músculos se contrajeron, los hombros me empezaron a doler y arder. Estaba allí, solo conmigo mismo, y lo más esencial de mí mismo era mi terror a perecer, a ser asesinado, torturado, desmembrado. Seguramente siempre fue así, seguramente ese miedo siempre me carcomió, pero los libros, la televisión, las redes sociales, me distraían de él. ¿Cómo distraerme? Di vueltas y vueltas en la cama. Noté que la respiración me empezaba a faltar. Me incorporé, caminé por el reducido espacio, me senté en el suelo, me acosté sobre los mosaicos fríos: nada me calmaba. En aquella hora de tormento deseé la presencia inmaterial de Enaxterio Cincinatti pidiendo que le contara mis recuerdos. ¡Enaxterio! ¡Enaxterio!, grité. ¡Te contaré más recuerdos! Nadie respondía. No sé cuánto tiempo grité. Había perdido la esperanza, y con ella, cosa curiosa, la construcción lógica de la realidad, la idea equilibrada de que la policía me encontraría o de que aquello podía ser una broma. Al final, reducido casi a la nada, me hice un ovillo en un rincón, y me dormí.
2
La luz blanca rompe la oscuridad. Una voz femenina, dulce, melodiosa, insiste una y otra vez: seis de la mañana, hora de levantarse, tome una ducha y dispóngase a desayunar. Estoy en un rincón del cuarto. Seis de la mañana, hora de levantarse, tome una ducha y dispóngase a desayunar. Me duele el cuerpo por haber dormido en el suelo. Seis de la mañana, hora de levantarse, tome una ducha y dispóngase a desayunar. Entiendo que la estúpida voz no cesará hasta que obedezca. Me levanto. Voy al baño. Cuanto daría ahora por un rayo de sol. Cierro los ojos. Y recuerdo el sol de la mañana sobre una playa de aguas claras. No logro retener bien la imagen. Luego el sol en el portal de mi casa en Cuba, cuando yo era un adolescente. Abro los ojos y la ducha. Por suerte hay agua caliente. Dejo que los finos chorros acaricien mi cuello. Parece mentira, pero una pequeña alegría ha nacido en mí. La posibilidad de desayunar junto a Enaxterio Cincinatti, tal y como él lo prometió anoche.
Me seco, me visto con mi bata blanca, calzo unas pantuflas, y me pongo frente a la puerta. Esta se abre. Frente a mi hay dos custodios armados con AK 47. ¿Por qué armados? ¿Qué podría hacer yo contra dos hombres, contra todo Enaxterio Cincinatti? ¿Para qué AK 47? No hace falta, soy el ser más indefenso de la tierra. Los guardias me hacen una seña para que salga de mi cuarto. Me dicen la dirección en que debo caminar. A ambos lados, a lo largo de unos doscientos metros, sólo hay puertas cerradas. Me pregunto si allí habrá secuestrados como yo. ¿Los veré durante el desayuno? ¿O esos no tienen derecho siquiera a desayunar? Enaxterio Cincinatti podría ser alguien…. No, alguien no, yo no sé si es una persona. Enaxterio podría ser una máquina muy cruel. No, no estoy seguro que sea una máquina. Le llamaré “entidad”. Completo mi oración: Enaxterio Cincinatti podría ser una entidad muy cruel.
Por fin el pasillo desemboca en un salón inmenso, también blanco, iluminado por lámparas blancas, en el centro hay una mesa, y dos sillas. Una mujer vestida de mesera está de pie. Los guardias me indican que me siente a la mesa. Lo hago. La mesera, una mujer bella, de aproximadamente treinta años, me pregunta qué deseo desayunar. Me demoro unos segundos en responder, pues me invade una inmensa felicidad ante la piel rosa, sana, de esta mujer, donde se ve que, abajo, la sangre, sangre viva, palpita, llena de salud. Una piel que si ha estado bajo el sol, ese sol que yo tanto extraño.
--¿Qué desea desayunar, Rodrigo Juan Diéguez Faranda? –vuelve a preguntar ella, solícita.
Voy a contestar, pero una voz masculina, correcta, armoniosa, me interrumpe. Es el tono inconfundible de Enaxterio Cincinatti.
--Le puedo sugerir unos huevos fritos con tocinos fritos, crocantes, acompañados de puré de papas.
A pesar de que yo esperaba de un momento a otro la aparición de Enaxterio Cincinatti, su voz me sobresalto. Después de unos segundos me repuse. Ubiqué el sonido. Puedo jurar que las palabras se emitieron junto a mí, justo donde está la otra silla. A la altura de mi cabeza.
--¿Está usted sentado ahí, Enaxterio? –le pregunto.
--No entiendo muy bien el concepto “estar sentado” –responde Enaxterio.
--Así como me ve, en esta posición, Enaxterio, eso es estar sentado.
--Me parece irrelevante el concepto “estar sentado”, pida su desayuno, tengo ganas de charlar con usted, Rodrigo Juan Diéguez Faranda, y usted no creo que sea capaz de charlar bien con hambre.
Iba a protestar, a pedir que no me dijera siempre mis dos nombres y mis dos apellidos. A la larga, me parecía una gran condena. No lo hice, sabía que era inútil. Debía acostumbrarme a ese extraño castigo que era la repetición de esas cuatro palabras que me designaban. Obedecí a Enaxterio. Pedí los huevos estrellados con tocino frito crocante, además, unos panecillos con mantequilla, un café expreso, y otro café, este tipo americano, y con leche. El servicio era bueno, rápido. El café, los panecillos, y la mantequilla muy pronto estuvieron en mi mesa. Me dí tiempo para admirar las hermosas pantorrillas de la mesera.
--¿Usted ha probado este desayuno, Enaxterio? ¿Por qué lo recomienda?
--Por estadísticas, a la mayoría les gusta.
--Ah.
--Oiga, Rodrigo Juan Diéguez Faranda… ¿Sabe una cosa? En la madrugada me encontré con Mariano Calderón, andaba por ahí afuera, traía al pollito con él.
--Eso es imposible. Mariano Calderón vivió en Cuba, hace tantos años que ya debe de estar muerto.
--Yo puedo hacer lo que quiera con sus recuerdos, Rodrigo Juan Diéguez Faranda, porque ahora me pertenecen.
--Al parecer... pero no esté del todo seguro. Puede tener mis recuerdos, pero no el sufrimiento que ellos me ocasionan, o el dolor del cual surgieron, o las alegrías y los gozos que los provocaron en el pasado.
--Le dije a Mariano Calderón que pasara la noche aquí adentro.
-- Muy bien, muy benévolo de su parte. ¿Usted es el dueño de todo esto, Enaxterio?
--Sí.
--¿Desde cuándo?
--Desde qué existo. Cuándo mi conciencia despertó, o fue creada, ya yo era el dueño de todo. Aquí, en los otros pisos trabaja gente, es una empresa, se produce dinero.
--¿Y usted en qué emplea el dinero, Enaxterio, si todo parece indicar que no tiene cuerpo?
--No le importa, Rodrigo Juan Diéguez Faranda. Más bien deseo que me cuente otras cosas, otros recuerdos.
--No, porque usted me está robando.
--Si no me cuenta, nunca llegarán los huevos estrellados, ni habrá más comida el resto del día. ¿Podrá resistir sin comer?
Me quedé callado. La mesera no se movía.
--Tráigame los huevos –pedí reiteradamente a la muchacha.
Ella no se movió. Era como si estuviera sorda. Evidentemente era casi una esclava de la voluntad de Enaxterio Cincinatti. O, literalmente, una esclava. Era difícil poder tener decisiones propias ante… ¿él? Pasó quizás media hora. Mi hambre aumentó. Evidentemente, dos panecillos con mantequilla no bastaron. Enaxterio no había vuelto a hablar. Imaginé que estaba junto a mí. Es difícil mantener la dignidad con hambre. Por eso le dije:
--Bien, le contaré más recuerdos.
No hubo respuesta a mis palabras. Me aterroricé. Quizás el enojo había hecho que Enaxterio se marchara. ¿Cómo podría yo comer entonces? El hambre y la dignidad no se avienen, es algo que se aprende con dureza. Grité con desesperación el nombre de mi secuestrador. No hubo ninguna respuesta. Es difícil enfrentarse a alguien que no tiene cuerpo. La ausencia de células, de sudores, de pestilencias, de sangre, de palpitaciones, podía, ahora me daba cuenta, otorgar a alguien poderes inmedibles. ¿Era alguien Enaxterio?
-- ¿Dónde está? ¿Ya se fue? Le contaré más recuerdos. Todos los que quiera. –dije, y al instante me sentí muy miserable. Mis recuerdos era lo único que yo tenía. Efímeros. Momentos enganchados a alguna neurona, o a algún grupo de neuronas en mi cerebro. No más que asociaciones simbólicas, que, acaso, sólo remitían a la visión de un pequeño gallo que yo solía pelear en mi infancia. Estaba dispuesto a que violaran mi ser por unos huevos con tocino.
--Me parece muy bien, tráigale sus huevos –la repentina respuesta de Enaxterio Cincinatti me sobresaltó, pero a la vez me trajo un gran alivio.
La mesera, como si hubiera recibido una orden en algún chip enterrado en su cerebro, se marchó. La vi abrir una pequeña puerta blanca al final del salón, y enseguida, no más de cinco minutos, regresó con el resto de mi desayuno.
--Quería decirle, Rodrigo Juan Diéguez Faranda, que Mariano Calderón me cayó muy bien. Andaba sin zapatos. Mandé que le regalaran un par, y le dieran comida a él y a su pollo. Ahora esto es parte de mis recuerdos, Rodrigo Juan Diéguez Faranda, gracias a usted.
--Me parece muy bien, Enaxterio. ¿Qué más le cuento?
--Lo que quiera.
--Le contaré de mis viajes con mi padre, de nuestras caminatas por el campo.
--Bien, ¿cómo se llamaba su padre?
--Rogerio Diéguez. ¿Qué va a hacer con el nombre de mi padre, Enaxterio?
--Nada por el momento, cuente su historia.
--Bien, primero tendría que decirle como era mi padre Rogerio. Era un hombre rubio, de ojos azules. Pura raza indoeuropea, aria, como guste. Cosa que no comento mucho, porque decir que el padre de uno tenía apariencia aria, en estos tiempos, no es políticamente correcto, me podrían tachar de fascista.
--No sé lo que es la corrección política.
--Lo imaginaba. Bien, mi padre, como le decía, era un ario, pero un ario muy ingenuo, siempre creyó en la revolución cubana, fue miliciano, qué desastre, luchó por Fidel Castro. Asqueroso. A estas alturas ya he perdonado a mi padre, nos hemos reconciliado. Él era un ario del pueblo, pobre, pero se ufanaba de que su familia hubiera llegado de Galicia a Cuba. Yo también, ¿sabe? Galicia fue región celta, y los celtas fueron uno de los grandes pueblos arios, guerreros indomables. ¿Usted, Enaxterio, se podría imaginar por unos momentos que significa ser un celta? ¿Podría imaginar que cosa es pertenecer a los pueblos arios? ¿Puede imaginar esa blasfemia?
--No.
--Claro, usted no tiene un cuerpo. Y sin un cuerpo no se puede ser celta, ni latino, ni africano, ni chino, ni nada.
--No me insulte, eso de “nada”, me sonó muy ofensivo.
--¿Si no es “nada” que es entonces usted, Enaxterio?
--Eso es irrelevante. Continúe su historia, Rodrigo Juan Diéguez Faranda.
--Siento la necesidad de hablar primero de cómo era mi padre el celta. No puedo contar nuestras caminatas por el campo, sin antes evocar su cara rojiza, y aquellos ojos azules llenos de bondad. No sé cómo pudo ser militar cinco años, pues era un ser de bondad. Ojos azules llenos de bondad. Es imposible hablar de mi padre sin mencionar sus ojos azules, y su origen celta. “Celta”, Enaxterio, esta palabra resuena en mí, me trae a la mente a los caballeros de la Tabla Redonda, del Rey Arturo, de la reina Ginebra, de Lancelot, y el santo Grial. Y los ojos azules, que ojos azules, me recordaban aquellas palabras del protagonista del “Tambor de hojalata”, de Gunther Grass. “Mi mirada lo traspasa todo porque es azul”, o más bien, creo “Mi ojo azul lo traspasa todo”. Ese ojo azul es como una piedra tirada a un lago. Origina incontables ondas. Y en cada uno la mirada azul es diferente. Son los ojos azules de mi padre, junto al mar, en la playa de Guardalavaca, o los ojos azules de los SS de la Alemania Nazi, marchando, entonando sus himnos marciales. Es la mirada azul de un lobo en la estepa. Pero los lobos no tienen mirada azul, ¿verdad? Ahora no recuerdo si Grass se escribe con una sola s o con dos, y creo que en inglés es hierba o césped, o algo así.