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BALAS, ZOMBIS Y DEMONIOS


CAPÍTULO I

EL PRESTAMISTA RUSO

El prestamista de la calle Mesones puede apropiarse de la vida o de la muerte del cliente. Con él, Klosowski, no se deja en prenda ni oro, ni coches, ni terrenos, ni casas. Se deja un tiempo. Una semana, dos… a veces un mes… puede ser que un día. En ese lapso Klosowski puede disponer del cliente como se le antoje. Sólo los desesperados van a su oficina, ubicada en una casa virreinal, de 1712, llena de polvo y sillones viejos. En la habitación del fondo los espera el prestamista. No se sabe cuándo Igor Klosowski llegó a México procedente de Rusia. Algunos aventuran que es miembro de la mafia moscovita. Tiene la cara regordeta y grasienta, una larga cicatriz le cruza la mejilla izquierda. Klosowski no se anuncia en ningún periódico, menos en la televisión. En internet no es posible encontrar su nombre. Pero en el bajo mundo, donde abundan los desesperados, la mayoría saben cómo llegar a él. Le ha prestado a bailarinas de table dance, a políticos, a oficinistas, o a familiares de ladrones que necesitan pagar su fianza. A una mujer bella le pidió un día. En esas veinticuatro horas la obligó a tener sexo con un chimpancé mientras él miraba. Demás está decir que algunos clientes han sido asesinados. Todo depende del humor de Klosowski. Se dice que a un director de cine le envió un payaso que lo hizo reír como nunca en su vida.

Hoy en la mañana vino un hombre de mediana edad a pedir un millón de pesos. Vestía un traje Hugo Boss azul claro. Tenía una mancha de grasa junto a la solapa izquierda. Dijo llamarse Álvaro Sánchez. Su cara denotaba malas noches, borracheras continuas, mujeres, quizás abuso de drogas. Su caminar reflejaba cansancio.

– ¿Para qué quieres el millón de pesos? –preguntó Klosowski.

–Deudas, deudas de juegos.

– ¿Qué tipo de juegos? –inquirió el prestamista.

– Dados.

–Me encantan los dados. Nietzsche habló de los dados. La tirada de los dados contra la creencia de un mundo planificado por Dios. No hay plan alguno, Álvaro, sólo una tirada de dados.

–Lo sé. ¿Me prestarás el millón de pesos?

–Sí.

– ¿Qué tiempo de tu vida me dejarás en prenda? –preguntó Klosowski, mientras encendía un gran habano marca Cohiba. Echó una gran bocanada de humo azulado. Álvaro Sánchez permanecía en silencio.

–Me aficioné al tabaco durante mi estancia en Cuba, hace más de treinta años. Yo venía del mundo socialista. Era ingeniero metalúrgico. Me mandaron a un territorio infernal, llamado Moa, donde sólo hay minas de níquel y polvo rojo. Lo único bueno fue conocer los habanos, desde entonces no los dejo.

Igor hizo una pausa, esperando la respuesta de Álvaro Sánchez. Cómo éste no hablaba, el prestamista insistió.

–Bien, amigo, ¿qué tiempo de tu vida me dejas en prenda por el millón de pesos?

– ¿Un día está bien?

–No, una semana.

El jugador intentó imaginar a que suplicios o a que maravillas lo sometería Klosowski en ese tiempo.

–Es mucho tiempo, Klosowski.

–Un millón de pesos es mucho dinero. Una semana, o no hay préstamo.

–Bien, acepto.

Klosowski explicó a Álvaro Sánchez como procederían. A partir de que el cliente salía de la oficina de Klosowski, empezaba a recibir llamadas en su celular, donde le indicarían qué hacer. Esto sería durante toda una semana, al final de la cual recibiría el millón de pesos.

Álvaro salió algo apesadumbrado. La calle estaba llena de vendedores ambulantes que ofrecían sus mercancías junto a las antiguas casas de los conquistadores, ahora desvencijadas y sucias. El deudor imaginó el rostro de una anciana con largos colmillos que lo miraba desde el otro lado de los opacos cristales de una ventana. Cavilaba en que no había sido una buena idea acudir a Klosowski. En ese momento sonó su teléfono celular. Contestó con voz algo temblorosa. Era Klosowski. Le encomendaba la primera tarea. En menos de una hora debía ir a la iglesia de Santo Domingo, en la plaza del mismo nombre, y ocupar uno de los confesionarios. Allí debía esperar que alguien llegara a contar sus pecados, y ponerle la penitencia.

Álvaro suspiró hastiado, y se encaminó, a través de las concurridas calles del Centro Histórico, bajo un fuerte sol, hacia la plaza de Santo Domingo. Se compró un agua de limón fría en los portales de las imprentas, la bebió sediento y acalorado. Luego traspuso el umbral del viejo templo de los dominicos. El cambio tan brusco de la luz ardiente a la penumbra lo dejó medio ciego. Cuando sus ojos se acostumbraron, se vio rodeado del imponente barroco del Siglo XVIII. Los altares, de un oro desvaído, aparentaban toda la vejez del mundo. Había un solo confesionario, pero estaba en uso. Una señora decía sus pecados al sacerdote.

–Sólo te quedan 5 minutos, y aún no estás dentro del confesionario –dijo al teléfono Klosowski.

La señora se fue. Álvaro, que no tenía muchos escrúpulos, sacó al sacerdote de adentro del confesionario y le dio un golpe en la cabeza. El clérigo se desmayó y el jugador ocupó su lugar. En menos de un minuto tenía a alguien detrás de la rejilla.

–Ave María Purísima –dijo Álvaro.

–Sin pecado concebida –contestó la voz de Klosowski.

Álvaro se quedó en silencio unos segundos. Luego, con voz un poco titubeante, preguntó.

– ¿Cuáles son tus pecados, hijo?

–Asesiné a mi madre cuando yo tenía 16 años. La ahogué en el río Volga. Fingí que fue un accidente. Me creyeron.

–Yo te absuelvo –dijo Álvaro Sánchez.

– ¿Y la penitencia? ¿Cuál es?

Álvaro calló. Escuchó que el sacerdote golpeado despertaba, gemía.

– ¿Y la penitencia?

–Elígela tú –contestó Álvaro.

El sacerdote pidió auxilio con grandes gritos. El jugador tuvo miedo. Salió del confesionario y huyó. Atrás quedaron Klosowski y el clérigo ensangrentado. Klosowski lo metió al confesionario y le mandó a callar bajo amenaza de muerte. Los dos días siguientes continuaron entrando llamadas de Klosowski al teléfono de Álvaro Sánchez. Pero el jugador no contestó. El ruso era un loco, sin duda. Mejor no aceptar su préstamo.

Álvaro deambuló por el centro. Pasó la mayor parte del tiempo en el barrio chino, en la cantina La Oriental. Un bar de la época de Porfirio Díaz, que aún conservaba una lujosa barra de madera. Al tercer día se apareció allí Don Neto con dos de sus secuaces. Era el acreedor del millón de pesos que Álvaro debía. El delincuente le dio una paliza al deudor, y lo amenazó de muerte si no pagaba en una semana. Álvaro, con la boca llena de sangre, le habló a Klosowski. Se disculpó como pudo, y le aseguró que contestaría todas sus llamadas. El ruso asintió secamente. Lo llamaría en las próximas horas para darle indicaciones.

Álvaro se fue a su casa. En la cama, con compresas en la cara, esperaba la llamada de Klosowski. Pero el ruso no llamó esa tarde, ni esa noche, ni a la mañana siguiente. El deudor, desesperado, le llamó al mediodía. El teléfono del prestamista se iba a buzón. Al anochecer Álvaro fue a la casa de la calle Mesones. Estaba cerrada. Nadie respondió al timbre. Caminó sin rumbo fijo por las desiertas calles. Los perros removían montones de basura. Temía ver a Don Neto en cada esquina.

Esa noche durmió intranquilo. Soñó que estaba colgado de un gancho de carnicería como un cerdo sacrificado. A las siete lo despertó el teléfono. Era Klosowski.

–Debes matar a un hombre para que te pueda dar el millón de pesos –dijo el ruso.

– ¿A quién? –preguntó Álvaro.

–Lo sabrás al final. Te iré dando instrucciones de cómo proceder.

–Ok. Cómo tú digas.

A las diez de la mañana Klosowski volvió a hablar.

–Dirígete a la calle Santa Veracruz número 43, está en la colonia Guerrero, detrás del museo Franz Mayer.

Álvaro cogió un cuchillo y se fue a la casa en cuestión. Al llegar se dio cuenta de que se trataba de una vieja mansión porfiriana en ruinas. Era enorme. El gobierno había puesto una alta cerca metálica en su fachada. El deudor se las ingenió para saltar. Cayó sobre un montón de escombros. A ambos lados tenía una construcción de dos pisos. Al fondo se veían unos bellos arcos. Álvaro caminó hacia esa galería. Oyó un ruido. Apenas tuvo tiempo para apartarse y evitar que una piedra cayera en su cabeza. La agresión vino desde el segundo piso. El deudor subió por una escalera hasta allí. Era un salón grande, sin techo, lleno de grafitis. Había un solo sillón, y en él, un hombre enmascarado.

Era una chanza ridícula. La barriga, abultada por demasiada grasa, los zapatos enormes y el pelo entre rubio y canoso, delataron a Klosowski.

–Vamos, que es esta tontería… dijo Álvaro.

–Ninguna tontería, debes cumplir con tu parte del trato –sentenció grave el ruso.

–O sea, yo tengo que matarte para que purgues el asesinato de tu madre.

_Sí.

_Ni siquiera te creo, Klosowski. La forma en que, según tú, mataste a tu madre, está copiada de la novela Teresa Raquin, de Emile Zola. Sé que ustedes los rusos, antes de que se les cayera todo, antes de ser mafiosos, leían mucho. Stalin los obligaba a leer.

El ruso respiró trabajosamente. El sol se filtraba a través del desvencijado techo. Lo hacía sudar. La máscara era de cartón, pintada de negro.

–No soy tan viejo, nunca conocí a Stalin.

– ¿Me darás el millón de pesos tan siquiera?

El ruso se lanzó hacia Álvaro armado de una estaca de madera. Contrario a su fama de delincuente, Klosowski no resultó un buen luchador. El deudor logró asestarle una puñalada en un hombro. La sangré mancho el traje claro del eslavo. Este respiraba con mucha dificultad.

_Admite que no mataste a tu madre, condenado, dame el dinero, y te dejaré con vida.

–No la mate. ¿Pero qué importa eso? Otros hombres si han matado a su madre.

–El dinero, Klosowski. He hecho todo lo que me has pedido.

–No.

El ruso volvió al ataque. La pérdida de sangre lo había debilitado. Aun así le dio un gran porrazo a Álvaro en la cabeza. El deudor se enfureció. Le dio tres puñaladas a Klosowski en el vientre. El prestamista cayó al piso.

–Esta fue la casa más lujosa de México durante el gobierno de Porfirio Díaz. ¿Lo sabías, Álvaro?

–Sí.

–Ves, todo pasa, todo es efímero. Nada es real.

Con trabajo sacó una chequera de su ensangrentado saco. Se dispuso a escribir en él. Álvaro entendió las intenciones del hombre. Debía facilitarle la tarea. Secó con un pañuelo la sangre que empezaba a escurrir de la manga del traje. En los bancos no aceptaban cheques manchados.

–Sánchez es con Z, no te vayas a equivocar, cerdo.

Klosowski puso bien el nombre, también la cantidad: un millón de pesos. En el suelo, con el temblor de los que contemplan el abismo, reía a carcajadas.

–Ahora que tengo el cheque, no me costaría trabajo llamar a una ambulancia. Puedo dar tu ubicación y largarme.

–No, agota demasiado apostar por la vida.

La cabeza del ruso golpeó el piso de maderas viejas. Álvaro notó que tenía su mano izquierda en el bolsillo del pantalón. Le intrigó una manera tan extraña de caer y perder el juego. Extrajo la mano de Klosowski y la abrió. Unos dados rodaron. Eran hermosos, rojos, verdes, azules.


CAPÍTULO II

EL BARÓN SAMEDÍ

Entró a la gran urbe caminando por la carretera México-Puebla, aunque por su aspecto bien hubiera podido pagar un autobús de primera clase. Vestía un traje Giorgio Armani blanco. Abajo llevaba una camisa multicolor, floreada, que le daba cierto aire de guarachero o tocador de tambores. Era mulato, pero en aquel cuerpo africano había un toque ario: la nariz recta y bien formada, casi con la perfección de un augusto patricio romano. Nadie podía ver sus ojos, unas gafas de vidrios plateados y espejeantes los cubrían. No tendría más de cincuenta años. Si los habitantes de la capital no hubieran estado tan ajetreados les hubiera parecido extraño que un hombre que tenía dinero para comprar un Armani siguiera su camino a pie. Transitó varios kilómetros por la Avenida Ignacio Zaragoza, torció por la calzada Ermita Iztapalapa y una hora después estuvo en el gigantesco mercado de pescados de Calzada de la Viga. Aspiró el olor a escamas, a agallas, a sal. Se sentó a una de las mesas. Miró a su alrededor. Ni una gota de sudor corría por su rostro a pesar de la larga caminata. Un mesero se acercó a tomar la orden.

- Un pulpo vivo.

- No tenemos pulpos vivos, señor.

- No me diga señor, dígame Barón Samedí.

- Es obvio que usted es varón, que es un hombre, señor Samedí.

- Ignorante, Barón es un título nobiliario y así debe de tratarme.

El mesero enarcó las cejas y arrugó la frente perplejo.

- No tenemos pulpos vivos, Barón Samedí.

- Bueno, tráigame un pulpo crudo, ¿tiene?

- Sí, claro. ¿De tomar?

- Sangre.

El mesero, que ya se iba acostumbrando a las extravagancias de aquel hombre, preguntó:

- ¿Puede ser sangre de puerco?

- De puerco está bien.

- Su menú es un poco extravagante. Le va a costar caro, unos cinco mil pesos.

- ¿Cuánto es eso en dólares?

- Doscientos cincuenta dólares, Barón.

- Me parece bien, tráigame ese menú, le daré una buena propina

El mesero se alejó con cara de asombro. “Demasiado creído y extravagante para ser sólo un negro”, se dijo en voz muy baja. Mientras tanto, el Barón Samedí sacó de su cartera, muy elegante, de cuero, marca Cartier, un papel arrugado, donde una mano de caligrafía incierta había escrito: “Igor Klosowski, prestamista ruso. Calle Mesones 143. Colonia Centro Histórico”. Había un número telefónico, desde su móvil Samedí marcó varias veces. Nunca contestaron. Ya eran las cinco de la tarde. El mesero por fin llegó con un enorme pulpo crudo y un litro de sangre fresca de puerco. Puso con gran corrección la mesa, los cubiertos, un plato de fina porcelana china y una copa de cristal. El Barón, con gran parsimonia, cortaba pequeños pedazos de pulpo crudo y los deglutía. Acompañaba cada bocado con un sorbo del líquido de la copa. De sus dientes blanquísimos resbalaba la saliva sanguinolenta, manchando de rojo las comisuras de los labios. Terminó de comer a las ocho de la noche. El mesero ya estaba desesperado por irse a su casa; pero aquel extraño sujeto le dio cincuenta dólares de propina. El hombre se puso de buen humor. Intentó hacer conversación con Samedí.

- Es usted extranjero, ¿verdad?

- Sí, soy de Haití.

- ¿Y ya tiene hotel donde quedarse?

El cliente respondió con otra pregunta.

- ¿Conoce algún cementerio cerca?

El mesero, consternado, tardó un poco en hablar. Al fin dijo:

- ¿Acaso viajó usted a México para visitar la tumba de algún pariente muerto?

- No, lo que sucede es que yo duermo en los cementerios, adentro de las tumbas más viejas.

El mesero casi se queda petrificado. Apretó su mano alrededor de los cincuenta dólares, como si temiera que algún espectro se los arrebatara.

-¿Cómo te llamas? -´preguntó Samedí.

- Alberto.

-Bien, Alberto… ¿Podrías tener la amabilidad de llevarme al cementerio más cercano? –preguntó el barón y se quitó sus gafas. Alberto constató que el cliente en lugar de ojos de hombre, los tenía de pescado. Fríos, muertos, sin expresión alguna.

-Alberto… Alberto… ¿Me escuchaste bien? Llévame al cementerio más cercano. Serás bien recompensado si lo haces, o muy mal recompensado si te niegas.

El Barón Samedí volvió a ponerse las gafas. Alberto se frotó los ojos. ¿Era aquello una pesadilla? Si estaba soñando, quería despertar. No, debió de ser alguna ilusión óptica aquello de que el haitiano tenía ojos de pez.

-Alberto… ¿Cuál es el cementerio más cercano?

-El de San Nicolás Tolentino.

-Llévame ahí ahora mismo.

-No puedo, perdone. Aún tengo que recoger las mesas, limpiarlas.

El Barón Samedí extendió su oscura mano hacia la cara del mesero. Este sintió que sus pensamientos empezaban a perder solidez. No podía concentrarse, su mente únicamente intentaba recordar cómo se llegaba al cementerio. Ante la extraña escena, Don Abundio Canutales, el dueño del restaurante, se acercó a aquella mesa.

-¿Qué pasa, Alberto?

-El Barón…

Samedí estiró los cinco dedos de su mano izquierda. Terminaban en unas uñas negras, largas, y filosas como navajas. Las enterró en el vientre de Don Abundio y este se derrumbó entre su propio asombro y los estertores de la muerte. La poca gente que quedaba en el lugar miró el asesinato sin poder creer lo que estaban viendo.

-Sígame Barón… Lo llevaré al cementerio.

Tres meseros intentaron auxiliar al dueño del restaurante. Alberto salió hacia la calle oscurecida. El Barón Samedí lo seguía sonriente.


CAPÍTULO III

EL COMANDANTE ÁNGELO MANCUSO

La policía obtuvo datos asombrosos, poco creíbles, y, en todo caso, demasiado desconcertantes. Todos hablaron del cliente negro que comió pulpo crudo acompañado de varias copas de sangre de puerco.

Alberto nunca más contestó su celular. Las heridas en el vientre de Don Abundio no fueron causadas por ningún cuchillo ni navaja, el fragmento, minúsculo, que encontraron en su abdomen, pertenecía a las garras de un buitre.

El Comandante Ángelo Mancuso, de la Policía Investigadora, adscrito a la Procuraduría de Justicia de la Ciudad de México, estaba consternado.

CAPÍTULO IV

LA CRIPTA

Llegaron a las puertas del cementerio de San Nicolás Tolentino. El guardián intentó cerrarles el paso.

-No es hora de visitar a los muertos.

-Yo ya estoy muerto, es mi lugar –contestó el Barón Samedí.

- ¿Qué?

- Mátalo, Alberto.

El mesero, sin una sola palabra de protesta, estranguló al guardián. Le sacó las llaves del bolsillo del pantalón, abrió la puerta de hierro, hizo una reverencia ante el haitiano, y lo invitó a pasar. El Barón Samedí entró con cara de cansancio, necesitaba encontrar una tumba cómoda. Alberto lo seguía como un perro aterrorizado.

Aquella tierra baldía, donde ningún rostro lograba esbozar la más leve sonrisa, estaba dividida en dos partes iguales por una calle. A ambos lados había farolas públicas y arboles raquíticos. A medida que caminaban, debido a que las bombillas empezaban a estar fundidas, aquello se veía más negro. La contaminación de las fábricas y los millones de automóviles impedían ver las estrellas.

-¿Ya me puedo ir? –preguntó en voz baja Alberto.

-¿A dónde? En cuanto salgas la policía te detendrá e irás a la cárcel. ¿Recuerdas? Estrangulaste a un hombre.

-¿Yo?

-Sí, tú. Mejor ayúdame a encontrar una tumba cómoda.

Alberto, con la confusión mental que padecía desde que había conocido al Barón Samedí, con pensamientos que empezaban pero no podían concretarse en conceptos o nociones claras, se metió entre la multitud de tumbas. Encontró una con forma de pequeña casa gótica. Iba a violentar la puerta, pero no hizo falta. Aquella verja de hierro hacía mucho que había perdido la cerradura. Prendió la lámpara de su teléfono móvil y alumbró. El piso estaba lleno de hojarasca y las paredes de grafitis mezclados con palabras obscenas. Al final, junto a la pared del fondo, había un hueco negro. Como el mesero había visto muchas películas de terror, supuso que desde allí bajaba alguna escalera hasta una cripta tenebrosa.

-Creo que ya tiene acomodo para esta noche, Barón, venga a ver esto.

El haitiano se acercó.

-Bueno, alumbra esa escalera.

Así lo hizo el mesero. El Barón Samedí descendió y encontró un desvencijado, viejo, apolillado ataúd. Carecía de tapa. Adentro reposaban los restos, aún con vestidos de un siglo atrás, de una mujer.

-Me quedaré a dormir aquí, Alberto. Si quieres puedes bajar y hacerme compañía.

El mesero se había desmayado. Samedí, demasiado cansado para intentar reanimarlo, tiró los huesos de la muerta a un rincón de aquel sótano, se acostó en el ataúd y durmió profundamente.


CAPÍTULO V

LA VIEJA BORRACHA Y LOS ZOMBIS


Dos homicidios en una noche era demasiado para el Comandante Mancuso. Ya tenía cincuenta y nueve años y planeaba jubilarse en unos nueve meses. Sin embargo, tuvo que ir aquella madrugada al cementerio de San Nicolás Tolentino, después de que una vieja borracha telefoneó para denunciar el asesinato.

-Se lo juro mi comandante. Yo vi a los asesinos. Eran dos, un negro muy bien arreglado, de traje y todo, y el otro, un zombi, de esos que salen en “The Walking Dead”. Tenía llagas en la cara, heridas a medio podrir. Traía un uniforme como de mesero.

Mancuso mandó a la anciana en una patrulla al Ministerio Público para que declara aquellos disparates y se fue a su casa a dormir.










CAPÍTULO VI

EL BARÓN SAMEDÍ ZOMBIFICA A CUATRO POLICÍAS

El Barón Samedí aún estaba en el viejo sarcófago, cuando las nieblas sobre el cementerio cedían a los primeros rayos del sol. La débil luz que entraba por la apertura superior de la cripta despertó a Alberto, empezó a recordar confusamente acerca de un negro que se había comido un pulpo crudo. Ese hombre era haitiano y le ordenó, hacía menos de doce horas, estrangular al guardián del camposanto. ¿Qué haría ahora? Iría a la cárcel. Miró a su alrededor, todo estaba cubierto de polvo, telarañas, y esqueletos de ratas y murciélagos. Se adivinaba la vaga forma humana de los restos que Samedí había tirado a un rincón. A juzgar por la respiración pausada, el barón aún dormía dentro del sarcófago.

Alberto, lento, cauteloso, subió las escaleras. Cuando estuvo en la parte alta del mausoleo, respiró aliviado. Sin embargo, la cuenta de sus desgracias aún no terminaba. Se tocó la cara. Sintió varias llagas, heridas y pus. ¿Qué tenía? Allí, en el suelo de la tumba, había un viejo espejo astillado. El mesero tomó unos de los trozos y se miró en él. Gritó de espanto. Su cara era semejante a la de los personajes de la serie “The Walking Dead”. Alberto no podía dejar de llorar.

En la cripta que estaba bajo los pies del mesero el Barón Samedí salió del ataúd y empezó a subir por la escalera. Su cabeza, con el sombrero muy bien colocado, asomó a la superficie.

-Fue usted el que me hizo esto –dijo Alberto.

-¿Qué?

-Me convirtió en asesino y en zombi.

-Sólo eres zombi en parte; si lo fueras totalmente, no podrías pensar ni hablar.

-¿Y por qué me hizo esto?

- Fui invocado en un ritual por el prestamista ruso Igor Klosowski. Necesita castigar a un tal Álvaro Sánchez. Y yo necesito un sirviente para poder hacer tal cosa. Ese sirviente eres tú, Alberto.

El mesero, no supo que decir. A pesar de que no era un hombre culto, se dio cuenta de que estaba metido en una peligrosa trama, donde la magia negra dirimía todas las cosas.

-Vámonos. El ruso vive en la calle Mesones, Centro Histórico. Quiero llegar al mediodía.

-Basta con que tomemos un taxi y llegaremos a más tardar a las ocho de la mañana –repuso Alberto.

-Me gusta caminar.

-A mí no.

-Entonces te convertiré en zombi completo.

-Caminaré, pero en cuanto salga de aquí me detendrán. ¿No sé da cuenta de que hasta al más estúpido de los policías le parecerá sospechoso que yo tenga la cara podrida?

-Para todo tengo solución, ponte este pasamontañas del Movimiento Antorcha Campesina. Pensarán que protestas pacíficamente contra el gobierno.

El Barón Samedí echó a andar rumbo a la salida del cementerio. Su traje Giorgio Armani seguía impecable, sin una arruga, sin una sola mancha. Alberto se puso el pasamontañas de Antorcha Campesina y lo siguió. Desde el otro extremo de la calle venían cuatro policías que investigaban el asesinato del velador.

-¡Alto! –dijo uno de los policías-, buscamos a dos sujetos muy parecidos a ustedes.

El Barón Samedí hizo una reverencia que había aprendido siglos atrás en la corte del Rey de Francia. Miró el cielo, como si buscara nubes que anunciaran lluvia. Extendió su brazo izquierdo hacia arriba, con la mano abierta. Murmuró algo en un idioma extraño. El sol empezó a oscurecerse. Los pájaros callaron. Hubo un silencio sobrenatural en el cementerio. Sin embargo, los policías no parecían dispuestos a abandonar su trabajo por un simple acto de magia.

-¡Identifíquense! –dijo el que parecía ser el jefe.

El Barón se quitó las gafas. Ante los guardianes del orden aparecieron dos ojos de pescado, fijos, sin pestañas. Dos de los policías empezaron a retroceder, los otros abrieron fuego. Las balas rebotaron contra el negro, entraron en el cuerpo del mesero. Sin embargo, Alberto siguió en pie. Los agentes echaron a correr. Samedí extendió otra vez su mano izquierda, señalándolos con el dedo anular. Y ahora sí hizo el trabajo completo. Los convirtió en zombis de cuerpo y de mente. Los cuatro policías, con las caras podridas, e incapaces de hablar o producir un solo pensamiento, se quedaron en el camposanto, vagando de tumba en tumba.

-Vámonos con el ruso Klosowski, a ver que quiere –ordenó el Barón Samedí.

-¿Caminando? Aunque tenga la cara y las nalgas podridas me canso.

-¿Quieres que te pudra también la mente?

- No, pero si estos cuatro tipos tenían nuestra descripción, es obvio que su jefe también. En toda la ciudad hay cámaras, nos verán. Llegarán cientos de policías a detenernos.

-¿Qué hacemos?

-Tomemos un taxi –aconsejó Alberto.

El Barón Samedí asintió con la cabeza. Ambos caminaron por la estrecha calle hasta la avenida que pasaba frente al cementerio.



(ESTE ES UN FRAGMENTO DE LA NOVELA "BALAS, ZOMBIS Y DEMONIOS"




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