VAUVAAK
Sube al autobús. Su mirada mide asiento por asiento. Tantea uno. La mano, indecisa, se retira. Agita los dedos. Los chasquea sobre un piano que no emite sonidos en su invisible teclado. Una y otra vez… Otra y además… Los mueve y la gente se arremolina detrás de él. No entienden. Lo vituperan. Idiota. Dicen. Claman que avance. Él no parece reparar en ellos. Los lóbulos de sus ojos se mueven rápido. ¿Giran 90 grados? Se detienen. Fijeza. Es entonces que llega al último asiento. Junto a la ventanilla se acomoda y en el cristal aparece su rostro. De tan blanco puede retar cualquier gama de la palidez o de la existencia. Pero está ahí. Y él pareciera recorrer cada uno de sus rasgos. Se detiene en sus ojeras y luego traspasa su imagen en el cristal. Ve los edificios. Las casas. Una puerta de metal brillante. Los puestos de comida. Gente obesa gesticula. Una mujer bella, solitaria, en una esquina… saluda a un perro que baila mientras un ciego toca una flauta. El sol ya es débil en la tarde. Penetra suave al autobús que avanza entre las últimas casas. El bosque… Empieza. Pero él no lo mira. Otra vez el alcance de su visión se acorta. Ha regresado al límite de la superficie del cristal y se queda en su propia imagen: la blancura ya no lo es, se ha convertido en pedazos de ojos y nariz que se confunden en su mente con el parloteo de los pasajeros.
En un asiento cercano hay una joven de piel lozana, largas trenzas negras, que teje mientras habla con la mujer de al lado. Tiene los ojos bellos. No la belleza de las nórdicas, cuyos ojos recuerdan el mar, sino una belleza sensual, profunda, unos ojos que parecieran estar siempre húmedos de incipientes lágrimas, aunque la dueña sonriera. Ojos negros, con agua, no de mar, sino de algún manantial en una piedra oscura y recóndita. Emana entonces en él esa sensación de humedad. Se siente mojado. Grandes gotas de sudor le caen de la frente a las rodillas. Respira entrecortadamente. Otra vez mira hacia fuera. Cruzan un bosque donde el sol es tan solo el recuerdo de los tíos cazando mariposas.
Los brillos en las coníferas ceden a favor de las sombras. El sudor ya no cae en sus rodillas, sino en su cerebro. Lo siente, sucio, escapar hacia el interior de las arterias del cuello y quemarlas. Intenta evadir la sensación concentrando su mirada en el bosque. Allí detecta dos tipos de sombras: la de las piedras y los búhos, y otra, u otras, más densas, más sólidas, que se mueven solas, empiezan a juntarse, y quieren armar un animal. Una y otra vez el rompecabezas sale mal y vuelven a ser las oscuridades un caos de agujeros negros danzantes.
El se desespera. Antes encontraba la paz mirando el bosque. Ya no. ¿Dónde posaría su mirada para tener un poco de tranquilidad? Cerca sólo había aquella mujer trigueña y húmeda, cuyos ojos parecían llorar siempre. La observó. Las invisibles lágrimas más los labios entreabiertos provocaban el deseo de poseerla, nunca la paz. Pero él no deseaba sensaciones fuertes, sino naufragar en una calma sin fin. Puso la vista en los asientos de al lado. Pero no estaban vacíos. Otras mujeres de piel de chocolate le recordaron una lengua saboreando espaldas. ¿O acaso era la misma mujer que se empezaba a multiplicar? Quizás… Una bruja que jugaba a proyectar su imagen. No encontraría sosiego dentro de aquel autobús. Volvió a mirar hacia afuera.
Los árboles, alumbrados por los faros del autobús, parecían gigantes erizados de espinas gesticulando en la noche. Espinas. Cosas que punzan. Sus huesos, los huesos de él, eran como colmillos que lo mordían de adentro hacia fuera. Y el interminable sudor. Lleno de tóxicos. De enfermedades del estómago, de miradas de prostitutas en posadas de asesinos. Sangre escurriendo. Gritos y obscenidades, golpes en aquella piel que lo cubría y ya no podía detener tantas cuchilladas que salían de adentro hacia fuera.
Se miró otra vez en el cristal de la ventanilla. Pensó que era un cadáver próximo a la muerte. Sólo puede haber un cadáver muerto, pero él era uno vivo. Eso sentía. No había en aquel rostro enfermo nada de la pureza del universo. No quería verlo. Proyectó la vista nuevamente en la espesura del bosque. Concentrarse. Imaginar el ruido de las serpientes desplazándose sobre la hojarasca, de los hurones durmiendo en las madrigueras, y de las ranas nadando en ríos de montaña. Un mundo de paz. Pero se le escapaba. Las sombras con vida propia venían otra vez. Llegadas del punto de la eternidad en que se engendro el mal, tenían una llaga que supuraba constantemente. Un dolor antiguo, incurable. Era como si cada partícula, por ínfima, temblara de angustia. Y él se dio cuenta que esto era precisamente la sustancia de la que estaba hecha su madre, a la que odiaba. Regresó a aquel momento en que fue concebido, y la esencia de ella lo creó a él, teniendo en sí mismo el objeto de su repugnancia, de aquella mujer siempre doliente y de ojos enloquecidos, que recitaba en la cocina salmos antiguos. Respiró con trabajo el aire del autobús. Sentía cada una de sus células temblar en una loca rebelión por destruirse, como si cada molécula se mirara y en ese instante sintiera odio a causa del recuerdo de aquellos llantos sin termino.
Esas moléculas suyas que se querían destruir tenían su ser precisamente en aquel punto metafísico sin tiempo y sin espacio, que engendraba las sombras dolientes. Un oscuro sufrimiento que hizo una pata, tres garras, la cabeza del animal, entre lobo deforme, tigre con las uñas quebradas, y armadillo esquizofrénico. Corría por el bosque, más negro que las sombras, letal y sin ser propio. Maullaba, ladraba, decía su nombre entre las flores invisibles: Vauvaak, Vauvaak, Vauvaak… Sus llagas sangraban con una sangre que ni siquiera le pertenecía.
Era un animal perseguido, azotado por mucho tiempo. Malvado, pero también enloquecido de dolor. La angustia lo llevaba a atacar siempre, y sus ojos, sin pupilas, sin cuencas, estaban clavados en la cara de el viajero. Vauvaak ya lo había divisado desde el bosque. En cualquier momento saltaría contra el cristal del autobús y mataría a aquel hombre pálido.
Él miró otra vez hacia los asientos, vio a la mujer. Era una imagen confusa para sus ojos irritados. Ojos que divagaban de un lado a otro. Sin paz. La vio en el asiento de siempre, pero también en el de adelante, en el de atrás. En el de al lado. Una imagen bella y húmeda. Los ojos siempre dispuestos a ser una fuente nacida en lo profundo de una choza, sin agua, pero con lágrimas. Vauvaak seguía aullando. Él no sabía si la bestia quería matar a alguien o pedía, por piedad, que lo asesinaran. Ya no aguantaba una llaga más. Saltó. El hombre sintió el golpe del cuerpo contra los cristales. Vauvaak atacaba. Las sombras que lo constituían querían destruirse, pero en la destrucción, podrían romper en pedazos al viajero: de adentro hacia fuera, con el estallido de cada una de sus células y de las arterias de la cara, que ahora latían hasta casi reventarse.
Vauvaak saltó otra vez. El cristal empezaba a resquebrajarse. El viajero no tenía otra alternativa que sacar a la mujer de aquellos asientos y refugiarse allí. Otro salto de Vauvaak. Las esquirlas de vidrio caían dentro del autobús. Este surcaba el bosque dormido, sin nadie a quien pedir ayuda.
Entonces, sintiendo, antes de que sucediera, la terrible mordida de la bestia en su espalda, saltó sobre la mujer y clavó sus colmillos en su cuello. La sangre le inundó los labios, la lengua, el rostro. El olor le aliviaba tan terribles dolores en sus arterias. Seguía mordiendo. Succionando. Hasta que sintió que lo ataban. A sus pies estaba el cadáver de ella. Los demás asientos estaban vacíos. Sólo el chofer y dos policías lo sujetaban. Y decían. “Pero si es una bestia, no es un hombre, aunque lo parecía. ¿Cómo no nos dimos cuenta” Y lo bajaron hacia el matadero.