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DESPUÉS DE TODOS LOS DESIERTOS


DESPUÉS DE TODOS LOS DESIERTOS

Por Roger Vilar

Nos comimos a una hembra de neandertal. Silvia la degolló de un solo tajo. Supongo que fue un acto de canibalismo. En un libro de 2018, escrito por Moshe Yuval Jeremías, que perteneció a uno de mis antepasados, leí que nosotros, los sapiens, tenemos, al menos, un dos por ciento de ADN neandertal. En un pasado remoto, quizás cincuenta mil años atrás, nos cruzamos con ellos y procreamos. O sea, son casi como nosotros. Pero no había otra opción. Mucho menos cuando hemos pasado tres días sin comer.

En la cuadrilla somos cinco. Silvia, mi mujer; Abner, mi hijo de diecisiete años; Suna, mi hija de quince años; Mino, mi más reciente vástago, de doce años, y yo, Edes, el patriarca de la pequeña horda. Como jefe debo procurar que sobrevivamos.

La hembra de neandertal vagaba por el desierto con su pequeño hijo. Se metió en una casa en ruinas. Este tipo de edificaciones, de doscientos o trescientos años atrás, a veces tienen un pozo en el que quedan restos de agua. Es probable que la hembra buscara el líquido, pero nosotros la vimos. Nos acercamos a la casa, la rodeamos, y capturamos a la mujer. Fue difícil. Los neandertales son muy fuertes. No sé si es un vigor que provenga del pasado remoto, o se lo hayan proporcionado los hiperbóreos, la raza de hombres que los trajo otra vez al presente, a través de la manipulación genética de los restos de ADN encontrados en fósiles.

Los hiperbóreos también hicieron vivir en la actualidad al homo floresiensis, un hombre enano, de un metro de estatura, que habitaba en Indonesia. A los pequeños seres los usan como payasos o bufones en sus reuniones; a los neandertales, como bestias de carga. Esta hembra debió de escapar de su esclavitud en Manaos o Belem Do Pará. No sabía que en el desierto encontraría la muerte.

Nos bebimos la sangre de la neandertal. Fue un consejo de Silvia para ahorrar la poca agua que traemos en las cantimploras. A su hijo, un pequeñajo de unos cinco años, lo hemos reservado para alimentarnos dentro de unos diez días, cuando la carne que salamos de la hembra se haya acabado.

Aun así, para que sobreviva, hay que darle pequeños sorbos de agua, y algunos trozos de la carne salada de su madre. Le atamos las manos a la espalda, y le pusimos una soga al cuello. Tiramos de ella y lo hacemos caminar bajo este sol que parece que nos va a matar. Llora igual que un sapiens, pide ayuda en un lenguaje extraño.

Hay que llegar a Belem Do Pará, el enclave más cercano de los hiperbóreos. Allí tienen gran cantidad de agua. Es necesario robar por lo menos veinte garrafones.

En realidad no sabemos muy bien donde está Belem Do Pará, pero seguimos caminando.

Los garrafones los traemos en una especie de trineo, que halamos por turno. Pero el que más tiempo permanece arrastrándolo es mi hijo Abner. Lo hago para que entienda que yo soy el jefe y me debe una sumisión ciega. No sé, a veces he pensado en echarlo de la cuadrilla, abandonarlo a su suerte en el desierto. Ya es casi un adulto. Lo he visto mirar con lujuria a su hermana Suna, cuando la poseo en las noches. También, lo sé, se le antojan las hermosas caderas de su madre. Pero aún no lo echo al desierto, sus fuerzas podrían ser necesarias para combatir y conseguir el agua. Después de eso es posible que lo expulse, o tal vez sea mejor matarlo. En todo momento le demuestro mi poder. Fui el primero en comer de la neandertal, mientras los otros miraban. Después se alimentó Silvia. Luego las crías.

Si llegamos a Belem Do Pará no será fácil obtener el agua. Los hiperbóreos tratan de impedir a toda costa el robo de este líquido. Se protegen entre sí. Se crearon a sí mismos. Hace unos doscientos años, eran sapiens como nosotros. Pero tenían mucho dinero. Pagaron para manipular los códigos genéticos de su descendencia. Potenciaron la inteligencia, destruyeron las cargas que nos hacen propensos al cáncer, a la ceguera, a la diabetes, a la obesidad, o a la depresión. Ellos son milagrosamente sanos y hermosos. Son más altos, miden unos ocho pies, su piel es dorada y viven unos doscientos años. Hablan un idioma que no entiendo, pero creo que es una reconstrucción que hicieron del antiguo proto indoeuropeo. Se dieron a sí mismos el nombre de hiperbóreos.

Mis antepasados no pudieron pagar la transición genética. Eso decidió mi destino. Por eso hoy vago en este desierto en busca de agua, y de carne, aunque sea de neandertales.

Mi familia tenía muchos libros. Cargo conmigo cinco de ellos. Me divierte leerlos en las horas de descanso. Por esos volúmenes supe a los diez años que ocurrió el cambio climático. Los antiguos sapiens produjeron toneladas y toneladas de dióxido de carbono. El planeta se sobrecalentó. Desaparecieron las grandes selvas. Aquí, donde estamos, es un territorio impreciso que antes se llamó Brasil. En este lugar corría el río más grande de la tierra: el gran Amazonas. Pero debido al cambio climático las ciudades fueron abandonadas, la selva se convirtió en desierto, y el Amazonas en un río estrecho que los hiperbóreos administran para ellos.

Hasta hace unos treinta años, los sapiens podíamos vender nuestra fuerza de trabajo a los hiperbóreos. Ellos nos pagaban con agua y un poco de comida. Ese tiempo no era tan salvaje.

Los hiperbóreos recrearon a los neandertales, los esclavizaron, y ya no contratan sapiens.

En mi infancia pertenecí a una horda más grande. La comandaba mi abuelo Esteban. Él guardaba los libros, unos cincuenta. Nos enseñó a leer, y nos obligaba a devorar aquellos mamotretos. Pensaba que sólo si los sapiens conservábamos nuestra sabiduría podíamos vencer a los hiperbóreos. Mi padre, Eduar, sucedió a Esteban en el mando de la horda. Yo tenía veinte años. Y no tenía hembra. Un día aceché a Quía, una de las mujeres de mi padre, y la violé en una casa abandonada. Mi padre me dio una paliza que casi me mata. No pude moverme en dos días. Al cabo de ese tiempo robé cinco libros y me largué al desierto. Me pude hacer de una hembra, Silvia. Maté a su marido, un hombre debilucho.

No tengo, a diferencia de mi abuelo, ninguna esperanza en la sabiduría de los libros. Pero me divierten. Tengo cinco. Uno de ellos es “El señor de los anillos”. Soy un gran admirador de Sauron el Grande y sus ansías de poder. No entiendo porque Tolkien le depara la derrota. Los otros cuatro son “La isla del tesoro”, “La historia de Atila, el huno”. (Admito que he soñado en ser como Atila), “El Quijote”, que me provoca grandes carcajadas, y la Biblia. Este último libro es el más enigmático para mí. Algunas partes del Antiguo Testamento me fascinan, sobre todo las batallas de Josué para conquistar la Tierra Prometida. El Nuevo Testamento me desconcierta. Nunca he entendido a que se refiere Jesucristo cuando habla de amor y perdón.

En las tardes, cuando hallamos algún refugio seguro para pasar la noche, suelo leer algunas páginas. Mi hijo Abner me mira con curiosidad. Nunca le enseñaré a leer, ¿para qué darle ese poder? Sólo lo necesito para los combates que libramos en el desierto contra otras hordas.

Ya llevamos cinco días de camino desde que asesinamos a la neandertal. Lo más difícil ha sido arrastrar a su pequeño vástago. Llora y me desespera. Creo que mañana, o pasado mañana, a más tardar, tendremos que matarlo.

Una tarde llegamos a un pequeño poblado. Eran unas diez casas de madera. El viento se deslizaba silencioso entre las paredes medio derrumbadas. Tres coches oxidados, con los cristales rotos, quizás del Siglo XXI, recibían la luz declinante del sol. En uno de ellos había un esqueleto aferrado al volante. Hongos y líquenes cubrían su desnudo cráneo.

Caminábamos con mucha cautela. A menudo estos poblados son refugio de neandertales rebeldes o de sapiens que andan, al igual que nosotros, en busca de agua y comida.

Armados de machetes y lanzas inspeccionamos casa por casa. En una de ellas la mesa quedó servida desde tiempos inmemoriales. Había tazas donde el café se había resecado decenas de años atrás, y algo en los platos, unos restos que alguna vez fueron quizás arroz. El esqueleto de una mujer estaba reclinado sobre la madera. Sus dedos huesudos hacían un ademán como de querer tomar una cuchara.

Levanté el cráneo. Vi, con horror, que en la piel momificada había huellas de pústulas y úlceras. Aquella mujer, y tal vez todos los habitantes, habían muerto de la peste. Le dije a Silvia que nos fuéramos. Pero ella me convenció de quedarme en otra de las casas, ésta vacía. Allí encontré algo muy útil: un viejo encendedor eléctrico que todavía sirve. Ahora podremos hacer hogueras en las frías noches del desierto.

Me acomodé en un rincón. Llamé a Silvia y a mi hija Suna. En mi mirada supieron mis deseos. Les mostré mi miembro. Ellas se turnaban lamiéndolo. Estaba en lo más placentero del momento, cuando sentí un estornudo muy cerca. Me levanté como un rayo, pasé al otro salón, y alcancé a ver como mi hijo Abner se subía los pantalones. El maldito se estaba masturbando mientras me observaba. Ansía los favores de su madre y de su hermana. Le di un golpe en la quijada. Casi lo derribo. Huyó acompañado de su hermano, el cual arrastraba a la llorosa criatura neandertal.

Ya había oscurecido. Volví a mi rincón. Silvia y Suna continuaron con su tarea de darme placer. Después de una portentosa eyaculación, me dormí en aquella fresca esquina.

Me despertó el ruido de una lucha. Gritos, golpes, maldiciones. Cogí el machete y fui al otro salón. Me siguieron Silvia y Suna. Bajo la luz de la luna que se filtraba a través de las ventanas pude ver como mis hijos luchaban contra un hombre y dos mujeres. De un machetazo le abrí la cabeza al hombre. Cayó como un pesado bulto de piedras. Su grito fue corto y lastimero. Las dos mujeres huyeron afuera. Mi familia y yo las perseguimos. Silvia mató a una de un lanzazo. La otra se arrodilló pidiendo clemencia. En la voz me di cuenta que era un transexual. Mis hijos lo amarraron.

Entonces, cuando todo parecía haber terminado, vi que en la vacía calle, bajo la luz de la luna, escapaba una figura femenina. A juzgar por la estatura, unos ocho pies, era una mujer hiperbórea. La perseguimos y la capturamos. Le ordené que se identificara.

Dijo:

--Maia, lista para hacerte el amor. Esplendoroso sexo oral, vagina muy lubricada. Flexible en la cama.

Me di cuenta que era uno de esos robots que los hiperbóreos usan para tener sexo. No supe que hacer. ¿De qué nos podría servir aquel artilugio? Ordené que la amarraran.

--Veo que te gusta el sadomasoquismo. Mientras me azotas, o penetras, puedo recitar pasajes completos del Marqués de Sade –dijo Maia.

--Mejor cállate –le ordené.

Pusimos a los dos prisioneros atados en un rincón y nos fuimos a dormir. Al otro día, al rayar el alba, los contemplé pensativo. ¿Qué hacer con el robot? Seguramente Maia sólo era apta para el sexo. Pero el sexo con una máquina perfecta no me atraía. Quizás tenía cámaras en los ojos, y nos había grabado. Podía ser una pista para encontrarnos.

--Córtala en pedazos –le dije a Abner.

Tomó el machete, y cuando iba a descargar el primer golpe, Maia gritó.

--¡No me mates! ¡No soy un robot! Fingí serlo para que no me mataran.

Detuve a mi hijo y la interrogué. Contó una historia rara. Dijo que estaba en contra de los abusos que cometía su raza, los hiperbóreos, contra los sapiens. Por esa razón huyó al desierto para tratar de encontrarse con sapiens, hacer amistad y protegerlos.

No le creí. No sabía qué hacer. Convertirla en una de mis mujeres era peligroso.

--Matémosla y bebamos su sangre. Casi no nos queda agua –ordené.

Maia imploraba con las manos. Miré al transexual. Él adivinó mis intenciones. Pidió clemencia.

--No me mates. Seré tu mujer. ¿Has tenido alguna vez una mujer transexual? Nadie la sabe chupar como yo. –dijo, y se relamió los labios.

Tuve una gran erección. El transexual se dio cuenta.

--Es una experiencia irrepetible, en un mismo acto posees a una mujer y a un hombre.

Mi erección aumentó. Silvia, mi mujer, se dio cuenta. No quería competencias. Una cosa era compartir al marido con su hija, Suna, a quien controlaba, otra, con un extraño. Era la favorita, no perdería la posición. Agarró al transexual por el cuello y sacó su navaja.

--Nos conviene dejar con vida a Maia, puede guiarnos hasta el agua de Belem Do Pará. Es una hiperbórea. Nos tomaremos la sangre de este.

El transexual comenzó a llorar y a pedir clemencia. Silvia lo tenía agarrado por el pelo, la navaja muy cerca de su garganta. Mi mujer me interrogaba con los ojos. Asentí. Abner sujetó la cabeza del transexual. Suna y Mino su cuerpo. Silvia le hizo una pequeña incisión en la aorta. Apliqué mi boca. Succioné. La sangre fluyó caliente en mi boca y en mi estómago. Escuchaba sus gritos. Sus contorsiones eran tan fuertes que dos veces perdí la fuente de su garganta, y la sangre mojó mi cuerpo. Dejé de beber. Bebió Silvia, luego Abner, Mino y Suna. Creo que el prisionero expiró cuando el niño neandertal sorbió las últimas gotas de sangre.

Mientras mi mujer y mis hijos tasajeaban y salaban al transexual, me dediqué a contemplar a Maia. Su belleza era perfecta. La nariz recta. Unos ojos azules que parecían contener el cielo. Y la piel… la extraña piel dorada, que quien sabe con qué manipulación genética habían logrado los hiperbóreos. Pero no me atraía, era como una maquina perfecta, aunque no fuera un robot. Me pidió que la llevara adentro de la casa. No quería ver el descuartizamiento.

La complací. La llevé a un cuarto de la casa. Y seguí contemplándola. Su cara era muy dulce. Me preguntó qué haríamos con el niño neandertal. Le dije que también comérnoslo, pero más adelante. Maia me advirtió que eso era una salvajada. Todos los homos, los neandertales, los sapiens, los floresiensis y los hiperbóreos, éramos iguales. No podíamos devorarnos unos a otros. Esa idea me pareció muy curiosa. Nunca había pensado en eso. Le contesté que era normal. Si una horda de neandertales o de sapiens lograba capturarme a mí y a mi familia, nos comerían.

Entonces Maia empezó a hablar y a hablar. Dijo que los culpables de esta situación eran los hiperbóreos, que había separado a la humanidad, creando las castas y las diferencias, y propagando el hambre y la miseria entre las demás razas humanas.

Me enteré, que hace unos doscientos cincuenta años, cuando empezaron a manipular los códigos genéticos de sus descendientes, lo tuvieron que hacer a escondidas. Había unas organizaciones llamadas Derechos Humanos, que luchaban contra estos cambios en el ADN, alegando que atentaban contra los derechos de los demás sapiens. Pero siguieron las manipulaciones. Pronto la descendencia de los más adinerados, transformada, empezó a ocupar los principales puestos de mando en la economía y la política.

Luego vino la gran escasez, el hambre, la desertificación de enormes extensiones de tierra, la falta de agua. Se perdieron miles y miles de cosechas de trigo y arroz. Los antepasados de los hiperbóreos seguían teniendo todo lo necesario. Los otros sapiens morían de hambre y de sed. Empezaron a asaltar las casas y zonas residenciales de los ricos. Entonces los hiperbóreos, por primera vez, ignoraron a las organizaciones de Derechos Humanos, asesinaron masivamente a las multitudes de hambrientos, y se aislaron en ciudades fortificadas, protegidos por altísimas murallas de acero. Fue un golpe espectacular de los hiperbóreos. Desbancaron a todas las autoridades. De ahí en adelante, dejaron de fingir. Sólo tenían un objetivo, la supremacía de su raza. Los sapiens que sobrevivieron a la gran matanza, fueron relegados a los desiertos, y utilizados como trabajadores por los hiperbóreos a cambio de agua y comida.

Pero como ya se sabe, hace unos treinta años resucitaron a los neandertales para esclavizarlos, pues esa esa raza es más fuerte que los sapiens.

El relato de Maia me resultó interesante. Era una parte de la historia que yo desconocía. En la actualidad, según ella, había surgido una facción de hiperbóreos que buscaba la igualdad para todas las ramas de la especie humana. Ella pertenecía a ese grupo, que era clandestino, y muy perseguido dentro de las ciudades fortificadas.

No entendí muy bien los objetivos que persiguen, pero sé que es imposible, porque en el planeta no hay recursos para que todos comamos y bebamos con la calidad que lo hacen los hiperbóreos. Si repartieran todo, creo que a cada hombre sólo le tocaría una pequeña porción de comida una vez al día y medio litro de agua. Pero Maia cree en que eso es posible. Con mis escasos conocimientos de matemáticas y estadísticas traté de demostrarle lo contrario. Se negó a entender. Me propuso salvar al pequeño neandertal. Le dije que no. Necesitábamos alimentarnos, o moriríamos. Entonces me hizo una propuesta muy buena. Si le entregaba al niño, me diría donde estaba un pozo que aún tenía agua. Podríamos llenar nuestras cantimploras y quizás unos cinco garrafones. Eso aliviaría nuestra situación hasta que llegáramos al gran depósito de Belem Do Pará. Ante esa propuesta tan buena, tuve que aceptar. Maia siguió negociando. Quería que tanto ella como el pequeño neandertal fueras desatados. Le dije que sí, pero durante el día. En la noche tendríamos que amarrarlos, pues no podía poner en peligro la seguridad de mi horda.

--Soy tu amiga, Edes.

--No veo ninguna razón para que seas mi amiga, eres mi prisionera.

--Así no conseguiremos ningún adelanto en esta cochina humanidad, Edes.

--No quiero adelantos, sólo quiero agua.

--Bueno… ¿entonces me quedo con el niño?

--Sí.

Maia cumplió su promesa. Una vez que le hube entregado el niño, nos llevó a un pozo ocultó entre rocas, a unos diez kilómetros del poblado. Tenía suficiente agua para que resistiéramos unos diez días de camino.

El niño neandertal y Maia se hicieron amigos en muy poco tiempo. Ella lo trató con gran ternura. Creo que han inventado un lenguaje entre ellos, una mezcla de palabras neandertales y palabras del proto indoeuropeo que hablan los hiperbóreos.

El panorama que teníamos ante nosotros era desolador. Una gran llanura llena de rocas, en la que a veces crecían arbustos espinosos, sin fruto alguno. Maia dijo que ese era el camino más seguro para llegar a Belem Do Pará. Nos alimentábamos de la carne salada del transexual. Al principio Maia no quiso comer eso. Dijo que no devoraría a un semejante. Se alimentaba de unas semillas que traía. Se le acabaron al segundo día. Al tercer día cayó doblada por el hambre. Le di un pedazo del transexual, y después de unos segundos de vacilación se lo comió. Luego devoro tres pedazos más. Seguimos el viaje. Al quinto día continuábamos en aquella llanura rocosa. Era como si estuviéramos rodeados de un gran mar de piedras grises. Empecé a dudar de Maia.

--¿Si sabes el camino a Belem Do Pará o me engañaste para salvar al niño?

--Este es el camino. Pero no creo que, aunque lleguemos, puedas obtener el agua. El depósito de Belem Do Pará está rodeado de altas murallas de acero, y muy custodiado.

--Tú llévame. Es el trato.

--Bien… En dos días estaremos en Belem Do Pará.

Anocheció y volvió a amanecer. Ahora las rocas eran gigantescas. Caminábamos por un sendero estrecho. Era laberíntico. Continuamente se bifurcaba. Maia decía saber a dónde iba. Yo estaba preocupado. Era el sitio perfecto para una emboscada. Al mediodía mis premoniciones se hicieron realidad. Sobre nosotros cayó una lluvia de pequeñas flechas. Dos de ellas atravesaron la garganta de Mino. Cayó fulminado. Los otros corrimos a guarecernos en unas oquedades. Era un ataque de homos floresiensis, los enanos de un metro de estatura. Por lo menos cincuenta de ellos trataban de matarnos. No había manera de combatirlos. Rehusaban la lucha cuerpo a cuerpo. No se acercaban más de diez metros, pero seguían rociándonos con dardos. Mi hija Suna cayó abatida. Silvia, Abner, Maia y el pequeño neandertal, tuvimos que alejarnos mucho más. Entonces los enanos aprovecharon y empezaron a llevarse los cuerpos de mis hijos. Entendí sus intenciones: buscaban comida. Intenté detenerlos, pero una lluvia de flechas me lo impidió. Ya no podíamos hacer nada por Suna y Mino. Vimos que la oquedad en la roca era en realidad una caverna. Nos metimos más adentro. Pensé que, una vez obtenidos los cuerpos de Mino y Suna, los homos floresiensis se retirarían. Pero no fue así. Aunque no penetraron en la cueva, sabían que debido a la estreches tendrían que luchar cuerpo a cuerpo y perderían. Supongo que deseaban nuestras reservas de agua. Encontré unas ramas secas. Encendí un fuego en la entrada. Nos turnábamos en vigilar. Maia se ofreció para hacer guardias, pero me negué. No confío en los hiperbóreos. Silvia ha llorado por la muerte de Suna y Mino. Yo también me entristecí, pero no he dicho ni una palabra del asunto. Es nuestro destino.

Han pasado dos días y los enanos siguen vigilando. No podemos salir. Decidí explorar la cueva a ver si tenía otra salida. Cargamos un poco de la leña seca de la entrada. Sin hacer ruido, para no despertar las sospechas de los floresiensis, nos fuimos internando en las entrañas de la tierra. No sé cuánto tiempo caminamos. Quizás toda la noche. Yo creía que aquellas grutas jamás acabarían. Moriríamos sepultados allí, pensé. Entramos a una especie de sala de piedra. Entonces, sin saber de dónde había salido, un hombre pestilente me atacó con una maza o palo. Me daño seriamente el hombro derecho, y me hubiera aplastado la cabeza. Pero Maia se fue sobre él, y logró inmovilizarlo. Lo maté con el machete. No sé si la mujer hiperbórea hizo un gesto de asco cuando la sangre salpicó su cuerpo. Tampoco me importa.

Era un ser curioso el muerto. No parecía ni neandertal ni sapiens. Mediría dos metros de estatura, pero estaba más cerca de un simio que de un hombre. Yo jamás había visto a nadie de su especie. Era muy peludo. Su pestilencia era insoportable. Nos alejamos rápidamente de él. Temí que hubiera más de estos seres en la caverna. Me urgía salir de allí. Al cabo, tal vez, de dos horas, vimos que desde el techo se filtraban rayos de sol. Esto nos llenó de esperanza. Un poco más tarde hallamos una salida al mundo.

La alegría se nos quitó rápidamente. Era el mismo paisaje rocoso, hasta el horizonte, sin un fin previsible.

--¿Realmente sabes el camino a Belem Do Pará? –le pregunté a Maia.

--Sí –respondió secamente.

No quise discutir. Un pleito hubiera sido muy malo para la sobrevivencia del grupo. Seguimos caminando bajo el fuerte sol. Algo me puso en alerta. Escuché que Maia y mi hijo Abner hablaban bajo, en una jerga que se parecía al lenguaje proto indoeuropeo que la hiperbórea usaba con el niño neandertal. ¿En qué momento se habían relacionado tan profundamente? ¿Tramarían algo contra mí? No supe que hacer. De momento todos avanzábamos detrás de Maia en la gran llanura rocosa.

Llegó la noche. Me dormí junto a mi mujer. Una vaga tristeza nos unía a ambos. Nuestra hoguera ardía débilmente. Al amanecer me despertaron unos gemidos. Miré a mi alrededor. No vi los cuerpos de Abner y de Maia. Empecé a buscarlos. No tardé en hallarlos detrás de una roca. Copulaban frenéticamente. Vi el fin de mi mandato. Los patee con furia. Ambos se levantaron contra mí. Mi hijo me derribó de un golpe en la quijada. Saqué el machete, que traía en mi cintura, y le lancé un tajo. No lo alcancé. Maia y él intentaron huir. Los perseguí tratando de herirlos. Uno de los machetazos dio sobre el brazo de la hiperbórea. Éste cayó cercenado. Abner se volvió y me pegó con una piedra en la cabeza.

Creo que quedé inconsciente por unos momentos. Al volver en mí vi a Silvia. Tenía en sus manos el brazo cercenado de Maia.

--Era un robot. Siempre nos engañó. –me dijo y me mostró el miembro.

Tomé el brazo en mis manos. Pude apreciar que bajo la piel artificial había una sustancia gelatinosa en la que estaban insertados algunos circuitos. Comprendí la fatalidad de nuestra situación. El robot Maia siempre nos engañó para salvar su vida. Fingía conducirnos hacia Belem Do Pará, pero lo más probable era que no tuviera ni idea de la ubicación. Seguramente también aparentó comer los trozos de carne salada que le dábamos.

Mi mujer y yo regresamos cabizbajos al lugar donde guardábamos nuestras escasas provisiones. Por suerte, estaban intactas. Me pregunté qué comería Abner en medio de aquel desierto. Contemplaba atónito el brazo del robot. ¿Cómo me pudo engañar tan fácilmente?

Mi mujer lloraba. Vi, cerca de nosotros, al niño neandertal. Acaba de despertar. Había miedo y susto en su cara. Lo atraje hacia mí. Lo abracé.

Al poco rato Silvia se calmó. El sol ya era muy caliente. Los tres seguimos caminando. Teníamos muy poca agua y comida. Había que ahorrar.

Al atardecer volvimos a montar un campamento improvisado. Encontré unas zarzas secas y prendí una pequeña hoguera. Me puse a leer el Quijote, pero esta vez en voz alta. A Silvia le gustó mucho el pasaje de los molinos de viento. Decidió ponerle Sancho al neandertal. No sé si el niño entienda que se llama así. Continué leyendo el Quijote en voz alta. Nos dormimos tarde.

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