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EL OSCURO DIOS DE LAS RUINAS

EL OSCURO DIOS DE LAS RUINAS

Por Roger Vilar

Tenebros Mork descubrió su morada un anochecer, después de salir del burdel más sucio de la Ciudad de México. Ese de callejón Santo Tomás 50, donde se tiene sensación de que el sexo lleva a lo más oscuro del ser. Las rameras, decadentes y portadoras de arcaicas plagas, se mueven como serpientes zombies entre las ruinas de las casas que construyeron los hombres de Hernán Cortés hace casi quinientos años. Por allí pasaba uno de los canales de Tenochtitlán, y en las noches de lluvia, cuando la tierra se reblandece, todavía se levanta hasta el mundo de los vivos el olor de muertos.

Él había salido muchas veces de ese burdel, y no hubo una sola tarde en que no supiera que aquel era el hogar ansiado. El día de ayer él ya sabía que entraría allí, como también lo haría tres años después de haber salido del pantano sexual más putrefacto de la otrora capital del Imperio Azteca.

Aquella torre estaba cerca de allí, en la calle San Pablo, y parecía deshabitada. Tenebros Mork ascendió entre paredes agrietadas, húmedas y sombrías. Olía a marihuana. Gran cantidad de pordioseros e indigentes se refugiaban en los apartamentos, sin internet, sin electricidad, sin teléfono. Ellos sólo tenían entre sus manos el olvido y la oscuridad. Algunos le mentaron la madre a Tenebros y lo amenazaron de muerte. Le gustó. Estaba entrando en las cavernas de la ciudad, evitadas por todos aquellos que aman su vida, pero él odiaba la suya y quería verla extinta entre las ruinas y las ratas.

Sacó la llave que le había dado aquel hombre de la corbata sucia. Se decía dueño de aquella torre en plena de cadencia. Pero... ¿Quién puede ser dueño de la antesala de la muerte? Sin embargo, el mugriento anciano alquilaba aquellas cuevas malolientes por un precio irrisorio, y otorgaba una llave enmohecida a aquellos que se atrevían a vivir allí. Así era la llave de Tenebros, fabricada, quizás, cien o ciento cincuenta año atrás. La metió en la cerradura y abrió la puerta de su nueva morada. Todo tenía un aspecto decrépito. Las cuatro sillas que rodeaban la mesa estaban sin fondo. Pasó sus manos y sus dedos se hundieron en una suave capa de polvo que le recordó el talco que le ponía su madre cuando era niño. La madera no era sólida, sino quebradiza y crujiente a causa de las polillas. Se puso frente a un espejo con marco barroco, abundante en molduras de motivos vegetales. Su imagen era como la de un monstruo, a causa de que el cristal opaco y manchado sólo reflejaba distorsionadlos fragmentos del rostro.

Tenebros Mork apartó los restos de una vitrina y pasó a la cocina. Una vajilla destrozada cubría el piso. Carecía de estufa eléctrica o de gas, tenía un horno de leña tal vez de alrededor del año 1800. A pesar de que los tizones habían ardido muchas décadas atrás, persistía el olor a humo, a ceniza, a chispas de fuego volando en la noche… Ollas de cerámica o de metal se acumulaban en estantes polvorientos. Movió una y escaparon varias cucarachas.

Salió a la sala y se sentó en un rincón. Desempapeló un pan de nueve pulgadas relleno de jamón y queso. Al masticarlo sintió sabor a podrido y escupió. Era raro, ni siquiera había transcurrido una hora desde que lo compró. Del pedazo que había en su mano brotaron gusanos. Abrió la ventana y tiró el alimento a la calle. Cerró de inmediato. El ruido de la gente, de los coches y de los autobuses abajo era insoportable, le producía náuseas. No soportaba a aquellos seres sudorosos, grasientos, oyendo mala música y riendo a carcajadas, cuando en la vida no había realmente ningún motivo de felicidad. Recordó entonces su infancia. El padre, Leonemasc, sentado a la mesa, con los azules ojos iracundos, dando un puñetazo, haciendo planes de colocar una bomba en una plaza cercana donde tocaba una orquesta popular. Cuando el viento cambiaba de dirección la música parecía retumbar dentro de la casa.

_Basta de blasfemias. Dice la Biblia que los blasfemos no entrarán al Reino de los Cielos.

Era Lupusfem, su madre. Vestida de negro, la cara pálida, la nariz demasiado aguileña. Surgía del sótano durante aquellos accesos de cólera del padre para amenazarlo con las llamas eternas. Siempre traía en sus manos una enorme Biblia negra donde decía en letras doradas “Sagradas Escrituras”. Tenebros heredó el rechazo a las multitudes, pero no la cólera del padre. En lugar de proferir amenazas caía en un gran silencio y buscaba lugares solitarios: aquel edificio a punto de derrumbarse, construido hacía más de doscientos años.

Pensó en dormir y miró a todas partes buscando el cuarto. A su izquierda estaba una puerta de marco y traviesas metálicas, oxidadas, entre las cuales había cristales sucios y cubiertos de telarañas. La empujó, pero estaba cerrada. El hombre de la corbata sucia que le alquiló el lugar quizás olvidó darle la llave de esa recamara. No quería bajar a buscarlo. Tenebros Mork se quedó sentado en el suelo, mientras el día se enfriaba y la luz que entraba por la ventana decrecía haciendo espacio a las tinieblas.

Miraba la oscuridad. En aquella extensión sin forma las ideas más abstractas y lejanas podían mostrar su silueta. Estas ya estuvieron en su cerebro durante las jornadas de la luz, pero sólo como vagas intuiciones de algo que se movía dentro de él. Eran incontables símbolos oscuros y arcaicos, que se agitaban en su inconsciente, sin nombre alguno, pero influían en su comportamiento cotidiano. Arquetipos infernales que lo indujeron a esconder un cadáver. No sabía si lo soñó o asesinó a alguien, pero había ocultado un cuerpo ensangrentado en el viejo Cementerio de San Fernando. La respuesta, seguramente, la tenían aquellos símbolos oscuros, que goteaban sin cesar en los sótanos más profundos de la mente de Tenebros Mork. Él aún no podía darles un nombre, pero sabía que el momento de conocer aquellas ideas amorfas se acercaba. Las sentía crecer en las sombras, un halo terrible emanaba de ellas, ya casi las podía palpar. Eran oscilaciones inmateriales que estaban en la oscuridad, y a la vez no estaban. Un misterio que lo podría atar allí para siempre.

La mayor parte de su vida Tenebros la había pasado bajo la luz, por eso no podía saber quién era en realidad, pues su nombre verdadero estaba en la boca de aquellos símbolos oscuros que sólo podía percibir, confusas, en sus pesadillas y sueños. La luz nos oculta nuestro verdadero ser. Encontramos todo tipo de imágenes mentales que no existen como hechos objetivos, vemos olores y oímos sonidos, pero en realidad son conexiones eléctricas y químicas de nuestras células.

_ Necesitaríamos un laboratorio con aparatos muy complejos para establecer una imagen de este mundo, independiente de nuestros sentidos y nuestra psique _le había dicho Tenebros a José María, un compañero de estudios, diez años atrás, cuando ambos cursaban el bachillerato.

José María se quedó mirándolo fijamente, sin entender nada. Al recordar este diálogo, Mork se dio cuenta de que sí quería morir, quería morir al mundo de la luz, que impide ver la única realidad, aquello que lo que los antiguos llamaron Phren: alma. Morir a la luz para entrar al Phren. Y esto hizo que la respiración de Tenebros se agitara. Temía, temía que las formas indistintas del Phren cobraran una figura que pudiera ser descrita y nombrada. Él lo sabía, los símbolos que lo habitaban podían ser terribles, a veces, en los sueños más profundos, insinuaban sus garras y sus colmillos sanguinolentos. Por eso Tenebros Mork durante años se había refugiado bajo la luz del sol.

Ahora por fin se había atrevido a escoger la oscuridad, como garantía de un mundo que puede existir fuera del tiempo, sin relación con cosas tangibles. Intangible es la voz, y mucho más si hablan en tono bajo. Escuchó susurros. Nacían como hongos venenosos detrás de la puerta clausurada. Muchos. Reptaban, creyó escuchar, paredes arriba, entre telarañas viscosas y polvo de otros siglos. Reían. Voces de mujeres. Algo de golpe de sarcófago al cerrarse tenían aquellas sílabas. Lo supo entonces, Tenebros Mork, los símbolos oscuros que habitaban en los salones más abismales de su ser empezaban la lenta subida que les permitiría mostrarse tal y como eran. Quiso huir. ¿Qué era? ¿Qué eran? ¿O quiénes eran? Sí, debía escapar cuanto antes. Pero no lo hizo. Había esperado este momento durante años. Allí, solitario, podía escuchar cómo se corporizaban aquellos entes que en una vida vulgar, rodeado de personas, con familia, con una esposa que oliera a estufa; o, quizás, con amantes lujuriosas, nunca se manifestarían, pues el alma se vuelve ciega y sorda. “Sin embargo, hay muchas más cosas de las que vemos. No podemos conseguir una imagen de totalidad porque nuestra consciencia es muy estrecha, sólo podemos ver relámpagos huidizos de existencia”, musitó en la sombra y se dejó caer al suelo. Relámpagos huidizos. Sabía que eran aquellos hongos tóxicos, hongos que piensan, planean, y siempre son planes asesinos. Lo sabía, estuvo entre ellos tres años hacia atrás partiendo del punto en que se encontraba ahora, o tal vez, tres años hacia adelante. Pero los conocía, su lento e inexorable crecer le era familiar. Seres de la sombra y el viejo polvo. Polvo, demasiado polvo. Aun así se echó en el suelo. Su cuerpo esparció polvo y estornudó. Del otro lado las setas venenosas seguían brotando, ahora se podían distinguir sus palabras.

_ Soy Auguratriz Heks. Estaré a cargo de todo el proceso.

La voz de Auguratriz se parecía mucho a la de Lupusfem, la madre de Tenebros. Al principio a él le pareció normal. Luego la recordó entrando a su cuarto, con una taza de café humeante. Era el amanecer. Esa imagen le dio mucha tristeza. Era semejante a una aurora pálida y fría, sin nada cálido, llena del frío invernal. Una voz con acento extranjero interrumpió los pensamientos de Mork.

_ Vesterka Buxdseach

_ Bruna Mictlanahualli

_ Almenara Sorgen

Se presentaban otras tres mujeres. Sonó algo pesado y metálico.

_ Pongan bien el caldero _indicó Auguratriz Heks.

_ ¿Es lo suficientemente grande? _preguntó Vesterka.

Una de las mujeres respondió, pero Tenebros Mork no entendió lo que decía. El ruido del caldero duró toda la noche. Rodaba de una esquina a otra dentro de la habitación cerrada. Pocos minutos antes del amanecer se fue apagando su tintineo metálico. Al romper el alba los ruidos se reintegraron a aquella imagen infantil de Lupusfem entrando a su cuarto con la taza de café. Empezaba un día tan gris e invernal como aquel de treinta años atrás, en que su madre le decía con voz severa que ya era hora de irse a la escuela. La penumbra de aquella opaca mañana no era suficiente para detener el ruido de la gente, de los automóviles, de los microbuses, de los camiones de carga. Todo exactamente como el día anterior. ¿Realmente había habido un día anterior? ¿O el día anterior estaba ocurriendo ahora mismo? ¿Qué prueba tenía _se preguntó Tenebros Mork_ de que había habido un día anterior? ¿Acaso recordar que un hombre le dio una llave del aposento donde ahora vivía era suficiente para asegurar la existencia del ayer? Esa mañana fría, ese trasiego de comerciantes en la calle, seguramente había ocurrido ya. Su estancia en aquella vieja torre, ya había ocurrido, estaba ocurriendo, y volvería a ocurrir de manera eterna. Volvería a lamer las vulvas purulentas de las meretrices portadas de las plagas prehistóricas y a mamar la muerte de sus tetas fláccidas. Luego descubriría aquel decrépito edificio en que ahora se encontraba.

_ Todo ha ocurrido ya, y lo que ha ocurrido es este despertar mío en medio del polvo y la decadencia, en medio de la soledad, y si ya ha ocurrido infinitas veces, significa, en realidad, que es inmóvil; este sólo instante, inmóvil. Todas las edades, todos los siglos, concentrados en él. Tan sólo retorna de manera idéntica, pero no viene de ninguna parte, ni va hacia ninguna parte, como una serpiente se enrosca en sí mismo. Y ese “sí mismo” es lo que yo llamo mi YO, que en realidad es mi NADA _murmuró Tenebros.

Y tuvo mucho miedo, porque ese minúsculo punto en el que giraban de manera incesante lo que otros llamaban siglos, o milenios, era únicamente una especie de condensación inmóvil de recuerdos sobre otros años y otras épocas. Pero un recuerdo no puede tocarse, ni olerse, es tan sólo una ilusión, un fantasma, es el no-existir de lo que creemos fue nuestra infancia o nuestro primer amor, semejante a una serpiente que sin cesar se traga su propia cola, y esta prosigue en la circularidad del ofidio de manera que da la vuelta y siempre llega a la propia boca que se la tragó, de donde se deduce que la cola es lo que constituye a la boca y la boca está hecha de la cola, boca que, por ende, sólo se devora eternamente a sí misma.

Las fauces de la serpiente que retornan, cada segundo, idénticas a sí mismas para repetir el mismo acto. Y si lo que ocurre siempre es idéntico, en realidad no ocurre. No era posible escapar del instante del eterno retorno, puesto que el mismo retornaba cada segundo de manera idéntica a como lo fue el segundo anterior, que entonces bien pudiera llamarse también “el segundo siguiente”. No podía. No podía, entonces, tampoco, perder la vida, como había querido al subir aquellas escaleras mohosas, puesto que ya la había perdido. No podía hacer nada. Estaba atrapado en el eterno retorno de lo idéntico, ni siquiera lanzarse por la ventana, caer al suelo, y que su cuerpo se hiciera pedazos, lo salvaría de la serpiente que sin cesar se devora a sí misma. En un solo instante estaba concentrado el abismo del tiempo y todos sus universos y galaxias. El abismo, él mismo era el abismo, y el abismo se expande se diluye, hasta perder la conciencia de sí. Se apaga, porque ya estuvo y estará apagado. Y esas tinieblas, de las que era imposible escapar, se dispersaban en multitud de fragmentos amorfos, y ya no sería más él. Era esa, caída como un rayo, como una revelación centelleante, la muerte. No podría matarse puesto que ya se había matado. Tendría que soportar la eterna circularidad retornante del bullicio callejero, de las prostitutas cargadas de plagas milenarias, cuyos úteros, en lugar de procrear nuevas vidas, sólo eran el receptáculo de infecciones purulentas y milenarias. Nunca estaría a salvo de aquellas canciones vulgares ni de aquellos tambores tocados por simios. Tenebros Mork, lo supo, él era su propia cárcel y su propio infierno. Ineludible, implacable. Gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas. Se arrastró hasta el rincón más umbrío del salón, cerró los ojos, y quiso ser sólo oscuridad. El sonsonete de los pregoneros que ascendía desde los callejones, lo arrulló como arrulla el lúgubre canto de un buitre. Imaginó que era un árbol muerto e inmóvil. Las arañas tejían sobre él y cada filamento era una centuria. Así se durmió. Despertó varias horas después. Atardecía. Y la luz era igual de mortecina que la del amanecer. Tenía mucha hambre. Le dolía la cabeza. Tuvo la ligera esperanza de que el sufrimiento era una brecha para escapar del eterno retorno de lo idéntico. No, el día anterior no le dolía la cabeza de hambre. ¿O sí? Si el dolor era la brecha, debía escapar en ese mismo instante a través de ella. Y el agujero llevaba a la búsqueda de comida.

Al bajar a comprar algo para alimentarse se encontró el espectáculo de siempre. Gran cantidad de rameras buscando clientes en la calle atiborrada de hombres. Ellas eran la carne más barata en una ciudad de más de veinte millones de habitantes. Grasa, nervios, pieles, linfas, en proceso de putrefacción, eso eran, no más que un aglutinamiento de células enfermas que fluían hacia la pestilencia de un cadáver, cuerpos apetecibles para ellos, los machos más abyectos de entre todos los millones de machos de la megalópolis: asesinos, ladrones, secuestradores, tuberculosos que escupían una baba amarillenta, violadores de ancianas y niñas, lisiados, pordioseros, cargadores, policías jubilados dedicados a la tortura de mascotas a cambio de un pequeño rescate monetario… Los hombres abrían las bocas hediondas y enseñaban sus dientes amarillentos, astillados como vidrios filosos, cada vez que una de las meretrices se levantaba la falda o la blusa mostrando culos y tetas gastados por el excesivo uso.

Aquellos hombres no le causaban a Tenebros Mork el mismo desasosiego que el ruido de los coches, el sonido de la música popular y de mal gusto, o el grito de los vendedores. De ellos emanaba una tranquilidad pantanosa, entrar al grupo era como estar en medio de la paz de las bestias. Ellos no eran gente común, su brutalidad era tan extrema que solía tener la consistencia viscosa de la baba de los perros. Desconocían los anhelos de la clase media. Sólo mataban, robaban, comían, pedían limosna, copulaban con los cuerpos infectados de las prostitutas, y dormían donde los sorprendiera la noche. La palabra “futuro” nunca estallaba en aquellas mentes que no recordaban nada de su pasado.

De una de las puertas laterales del burdel salió un enano giboso vendiendo tacos y refrescos. Él se acercó para comprarle algo de comer. El enano clavó sus ojos en Tenebros Mork, los abrió con espanto, y cayó al suelo inconsciente. Tenebros puso unos pesos sobre el pecho abultado del liliputiense. Miró una vez más a las prostitutas. Recordó la fetidez de sus vaginas, las llagas de sus vulvas, aquellas que él había lamido con éxtasis suicida. La imagen de un clítoris deforme permanecía entre sus neuronas mientras recogía del suelo los tacos de carne y chorizo, y cuando se los iba a llevar a la boca de ellos empezaron a brotar gusanos, alimañas, sabandijas de toda especie, pero aun así se los tragó, pues era mucha su hambre.

Volvió a subir, casi en tinieblas, por las escaleras de la vieja torre. Un piso antes del suyo se abrió una puerta. Por el olor a solventes se dio cuenta de que era uno de los drogadictos que se refugiaban allí. Se detuvo a esperar el ataque. Al igual que un mes antes, tuvo la esperanza de que aquella alimaña de las sombras lo matara liberándolo así de la trampa del eterno retorno de lo idéntico. Unas manos flacas y sucias intentaron estrangular a Tenebros Mork, pero tal y como había sucedido tres días atrás, él saco una navaja y degolló al indigente. De un solo sorbo se bebió la escasa sangre de aquel muerto, tiró el cadáver por las escaleras. Subió hasta la puerta de su casa y mientras sacaba la llave escuchó como el asesinado salía nuevamente de su apartamento y se enfrentaba a alguien que lo degollaba.

Tenebros abrió la puerta oxidada y entró a su casa. “Mañana volveré a degollarlo. Mañana ya pasó, supongo, mañana ya quedó un siglo atrás, para desgracia mía”, murmuró. A tientas avanzó y se sentó en el mismo rincón oscuro y polvoriento. Sintió como sobre su piel corrían varias arañas. Empezaban a tejer un gran manto blanquecino, una mortaja en la que Mork se sentía feliz, pues le hacía pensar en las tinieblas de una tumba, donde, debido a la inmovilidad y a la falta de visión, se podría tener por lo menos la ilusión de que las cosas no se repiten. Corrían las octópodas, ataban cabos en el suelo, los pasaban sobre su cuerpo, los fijaban del otro lado, tal y como los liliputienses hicieron con Gulliver en aquel año 1700 en que el navegante tuvo la mala suerte de llegar a la isla de los enanos. Jonathan Swift contemplaba el increíble tejido que podían hacer aquellos diminutos seres y Tenebros recordó que el escritor irlandés, en ese momento, pensó que mejor hubiera puesto arañas, en lugar de minúsculos hombrecillos, se lo dijo a su tío Godwin Swift, pero este le respondió a Tenebros Mork que los enanos simbolizaban mejor la sociedad humana que unos insectos. “¿Acaso somos los hombres mejores que unos insectos?”, replicó Mork a Godwin. Éste no dijo nada y se marchó con visibles gestos de enojo. Tenebros ni siquiera ahora estaba seguro de que los enanos hubieran sido una buena idea, sobre todo porque en medio de las tinieblas era capaz de seguir la arquitectura minuciosa de la gran mortaja blanca. Los ojos rojos de las arañas relampagueaban de vez en cuando y la jefa les decía lo que tenían que hacer. Su voz era autoritaria, como si regañara a las súbditas.

_ Tú olvido de ayer, Vesterka, es imperdonable. No trajiste la leña y por eso no pudimos hacer funcionar el caldero.

Era la voz inconfundible de la Sra. Heks. Venía del otro lado de la puerta clausurada.

_ Magna Auguratriz, perdón. Hoy he traído leña para que no nos falté por lo menos durante una semana.

_ ¡Qué bueno! Es que anoche lo único que pudimos hacer fue lanzarnos el caldero la una a la otra _era la voz de Bruna Mictlannahualli.

Tenebros Mork esperaba la opinión de Almenara Sorgen, pero en lugar de ello escuchó que arrastraban algo así como objetos de madera y los iban juntando. “Han de estar moviendo la leña”, se dijo Mork. “Como en el monte Brocken, en la noche de Wallpurgis; si, como en el Brocken, en Alemania”, murmuró Tenebros. Hoy en día esa montaña, la más alta de Sajonia, es un parque natural a donde se llega en tren, pero Mork la había conocido en aquellos tiempos sin máquinas, cuando unas mujeres pelirrojas encendían hogueras en la cumbre. “Sí, mueven leña, como en la noche de Wallpurgis”. Y evocar en su mente la niebla profunda lo llenó de tranquilidad. En ese momento por fin habló Almenara Sorgen.

_ Sí, pero ahora necesitamos piedras para que el gran caldero quede sobre la leña, y también agua. Bruna, ve a la cocina, trae el agua, y también algunos ladrillos del viejo horno. Eso nos servirá.

_ ¿Y quién te dijo que podías mandarme? _contestó con voz rabiosa Bruna.

_ Haz lo que te dice. Es necesario _era la autoritaria voz de Auguratriz Heks.

Tenebros oyó como la puerta se abría lentamente, con chirrido de bisagras enmohecidas. Hubo pasos de tacones altos. Nadie cerró, sin embargo la puerta volvió a abrirse y no hubo nadie caminando en tacones, sino el ruido de unas alas grandes y oscuras. Eran oscuras, lo sabía Mork, puesto que el color azul, o el color rojo, hacen vibrar el aire de otra manera; estás, sí, eran unas alas negras, amenazantes, propias de un búho hembra, el cual cruzó el espacio, y se posó en la cocina. Tenebros escuchó como una suave mano femenina abría la llave del agua. Crecía el líquido dentro de algún contenedor arcaico. Luego recogieron algunas piedras, o quizás ladrillos. Volvió a sonar el taconeo, ahora de regreso al cuarto donde seguramente esperaban Auguratriz, Vesterka y Almenara. Le abrieron la puerta y Bruna entró con el bastimento requerido. Cerraron con una piedra la cueva del Brocken. Mork se preguntó si con esa división podría seguir escuchando lo que decían. Y sí, sí pudo seguir observando. Detrás de los cristales fulguraron algunas velas. Tenebros vio las siluetas de las cuatro mujeres.

_ Aquí está el libro _dijo Auguratriz Heks.

Las sombras de las mujeres se inclinaron sobre algo, probablemente sobre el libro que habían mencionado.

_ ¿Y nos vamos a atrever a hacer esto? _preguntó Vesterka Buxdseach.

_ Tenemos que atrevernos, señorita Vesterka Buxdseach _dijo con voz fría la Sra. Heks.

_ El aquelarre _murmuró Bruna.

_ Hexentreffen _dijo en voz baja Almenara Sorgen.

_ ¿Ya viste, Almenara? _preguntó Vesterka

_ ¿Qué?

_ Dice el libro que el líquido debe de hervir hasta que la carne se desprenda totalmente de los huesos.

_ Ya no tenemos tiempo, el alba está muy cerca _sentenció Auguratriz Heks.

Apagaron las velas, todo volvió a ser tinieblas. Tenebros Mork escuchó que abrían una especie de escotilla en el suelo, y todas se marchaban. Sus pasos resonaban sobre madera. “Sí, una escalera de madera que desciende hasta quien sabe que insondable abismo”, pensó Mork. “O quizás sólo descienden hasta el nivel del suelo o algún sótano”, murmuró él, y se durmió con el arrullo de las infinitas arañas tejiendo sobre su cuerpo la viscosa e interminable mortaja mientras el viento helado soplaba en las cumbres del Brocken, donde había una circunferencia de piedras toscamente labradas en torno a la gran roca que sirve de mesa o de altar. Será allí donde Lavinia Whateley prenda las hogueras cuando la cola de la serpiente retorne y vuelva a ser su cabeza, como lo es ahora mismo, en este momento en que la bruja de Massachusetts danza frenéticamente bajo la nieve, invocando al portador de la luz, al Eosforos, pero este no llegaba, o al menos no lo hacía de manera intensa, sino en un atardecer frío que entraba por la ventana, casi sin fuerza, deseoso de hacer lugar a las tinieblas que ya rodaban sobre el cielo, para caer con garras de lechuza sobre la otrora ciudad de los tlatoanis, la Gran México Tenochtitlán. Tenebros Mork abrió los ojos, su visión era escasa, pues las arañas habían puesto una especie de venda sobre sus pupilas. Tejieron toda la noche, era normal que la tela fuese gruesa. Mork se la quitó de un solo manotazo. Se puso de pie. Tenía mucha hambre. Salió de su apartamento, y al descender dos pisos un pasillo lo condujo a un amplio salón iluminado por antorchas. Desde el techo, lenta, el agua goteaba, después de haber transgredido todos aquellos tejados y muros hispánicos, y caían sobre cinco lobas famélicas, pulgosas, con llagas en la piel, pero en celo. La fetidez de sus vaginas bestiales hirió el olfato de Tenebros Mork. Alrededor de aquellas hembras había todo género de bestias. Parásitos de varias patas que se dedicaban a mendigar su comida, osos grasientos y torpes que sólo sabían matar, zorros de colmillos quebrados que vivían de robar alguna gallina, lobos cuyo mayor placer era desgarrar la carne tierna de las niñas, pero ya no podían, estaban demasiado viejos, sólo podían aspirar a meter su miembro en alguna de aquellas lobas enfermas y ancianas, sin importarles morir de alguna enfermedad venérea, pues hacía muchos años que ellos eran difuntos.

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