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SAGA REINO DE DRAGONES
I
FAFNER
La mirada de Fafner se perdió en las lejanas bóvedas, ya en penumbras, pues las separaban cien metros del más alto de los candelabros. Sostenidas sobre decenas y decenas de columnas titánicas, aquellos techos estaban incrustados de rubíes y esmeraldas. Fafner nunca podía pasar por allí sin contemplar las magníficas constelaciones artificiales. Era el palacio de Hreidmar, su padre, rey de los enanos. No se erigía sobre ninguna montaña, estaba en lo profundo de la tierra, y encima de aquel alcázar de ensueños se levantaba, hasta casi tocar la celeste morada de Odín, el monte Blocksberg. Laderas cubiertas de densos bosques donde habitaban lobos y osos salvajes, y otras criaturas sin nombre, sin forma definida, cuyos colmillos podían destrozar a un enano más rápido que cualquier perro infernal. Pero ni las bellísimas columnas, ni los picos nevados del Blocksberg, ni sus fieras, interesaban a Fafner. Él sólo pensaba en aquellas bóvedas, donde los rubíes rutilaban en la media luz, engarzados en filigranas de oro. Era la fortuna de la dinastía Sigerik, la más ilustre entre los enanos. Seres diminutos, de no más de medio metro de altura, que durante siglos cavaron en las profundidades de aquella montaña, y en las otras de la Sierra del Harrz, entre los ríos Elba y Weser, que fluyen oscuros y tranquilos como los pensamientos de los dioses inmortales.
Fafner no sabía a ciencia cierta cómo el clan Sigerik se había hecho con el poder en el mundo de los enanos. Unos decían que ochocientos años atrás, Fulco de Sigerik, en la Batalla de Volsunga, había derrotado a sesenta y seis gigantes valiéndose de un tronco de roble. ¿Cómo pudo un enano sostener un roble? Fafner nunca halló la explicación; tampoco le interesaba. Otros aseguraban que el Lobo Fenrir había otorgado una espada de fuego a Fulco, con la cual se decidió la batalla a favor de los enanos. Esta versión era menos creíble aún. Fenrir odiaba a los enanos más que a la llama que lo consumía, sin matarlo, en su mansión infernal. Nunca le hubiera dado siquiera un cuchillo a Fulco. ¿Cómo surgió esta fábula? Eso tenía sin cuidado a Fafner. A él sólo le atraían las piedras preciosas, los diamantes, los rubíes, las esmeraldas, las miles de vasijas, tiaras y cálices de oro que durante siglos acumuló la dinastía Sigerik. La parte más pequeña de aquella riqueza era la que estaba incrustada en los techos palaciegos; sin embargo, no tenía comparación con los tesoros sin límites, incontables, que estaban en los pasadizos subterráneos. Cavernas, abismos, sótanos antiquísimos repletos de oro. A pesar de la prohibición de su padre Hreidmar, Fafner no había podido evitar bajar a aquellas bodegas sin fondo, donde el oro reflejaba los destellos del infinito y de la eternidad, y también… también, un extraño eco, una voz aterradora, las raras palabras de un ser oscuro que vagaba por allí. Fafner lo había visto, pero nunca cruzó palabra con él. Era una especie de gusano nauseabundo, con alas de murciélago, y cara humana. En aquel rostro había una boca, unos colmillos afilados, de los que goteaba sangre, y unos ojos rojos, donde fulguraba la maldad. Fafner y aquella criatura se habían cruzado unas diez o catorce veces en los sótanos, se miraban, pero no conversaban. El enano nunca le dijo nada a su padre sobre aquel monstruo. A veces lo olvidaba, sobre todo ahora que se dirigía al salón del trono, donde también estarían sus hermanos los príncipes Vergen y Odder. Intuía muy bien la razón del llamado, el anciano Hreidmar de Sigerik, de doscientos cincuenta y tres años, agonizaba. Una enfermedad llamada tiempo lo tenía al borde de la muerte. Debía decidir. ¿A quién de sus hijos dejaría el trono del Reino de los Enanos y, por consiguiente, el enorme tesoro? “Por supuesto que a mí, al Príncipe Fafner, el primogénito, el vencedor de tantas batallas, el que asesinó al Jabalí del Ghottland, aquel cerdo pestilente y gigante que mató a cientos de enanos”. Eso pensaba el primogénito de Hreidmar cuando estuvo ante las puertas del salón del trono. Dos enormes hojas de bronce, de más de treinta metros de altura. “¿Para qué tanta enormidad?”, se preguntó Fafner, “Si en realidad no medimos más de medio metro de altura”. La respuesta vino rápida a su mente. “Puertas gigantes, palacios descomunales, precisamente porque somos enanos. La corta estatura debe equilibrarse con muros ciclópeos”. Ningún lacayo, ningún guerrero, guardaba el camino hacia Hreidmar de Sigerik. Era un conjuro que Fafner sabía desde los tres años de edad. Lo emitió: “Unda lar, unda aqua, et tore garbo art enterido et exido scarni offta umbra sende”. Ante aquellas sílabas las puertas empezaron a abrirse, lentamente, como si en cada centímetro recorrieran el remoto pasado en que fueron forjadas por los herreros arios, aquel pueblo del que sólo quedaban algunas palabras extrañas, algunas fórmulas mágicas, y este conjuro que abría el paso hacia el monarca de los enanos. Palabras cuyo significado ya nadie entendía, palabras que al príncipe Fafner de Sigerik no le interesaba entender. Bastaba con lo que producían: la senda hacia el trono. Pasó. Allí, en una cama de oro, cubierto con lujosas sábanas, la cabeza sobre voluminosas almohadas de plumas, lo cual le permitía mirar a quienes lo circundaban, vivía Hreidmar su ocaso.
Estaban allí, cabizbajos, los príncipes Odder y Vergen, hermanos menores de Fafner. También los enanos de más alcurnia, vigorosos e intrépidos en el combate, Se llamaban Liuva y su hermano, el muy hábil Atavolf de Astur, generales de los ejércitos del rey. No faltaban los tres margraves Wamba, Fruela, y Recesvintus de Alceya, de un indomable valor. Teodored, el intendente de las cocinas, era un guerrero distinguido. Suintuila y Tulga dirigieron la corte y las fiestas del gran palacio durante muchas décadas. “Eres el último en llegar, Fafner. Como primogénito debías haber sido el primero”, dijo Teodored. La ira oscureció el rostro de Fafner y murmuró lleno de hiel y odio: “Como primogénito pronto la corona ceñirá mi frente y te encerraré en las cocinas a lavar platos, lugar de donde nunca debiste salir”. La cercanía de la muerte había aguzado los sentidos de Hreidmar. Pudo discernir cada palabra del príncipe. “Siempre lleno de soberbia, Fafner. ¿Qué te hace pensar que un rey es mejor que un maestro de los sabores que lleva el humilde nombre de cocinero?” Las venas en la frente de Fafner se hincharon, la furia hacia hervir su sangre, pero se abstuvo de contestar. Miró al suelo.
Desde un rincón salió un enano con una túnica llena de símbolos esotéricos, una alta mitra en la cabeza, y un cayado de plata en su mano derecha. Era Agil Aster Worms, Gran Sacerdote, Sumo Pontífice del Supremo Dios Ra Ank Erais. Se puso en el centro del salón, golpeó tres veces el suelo de mármol rosa, y dijo: “Príncipes Fafner, Odder y Vergen, han sido convocados por su padre Hreidmar, soberano que guio a los enanos durante ciento cincuenta años por caminos de justicia y paz…” Una sonrisa burlona nació en los labios de Fafner. Agil Aster Worms lo miró con severidad. Fafner torció la boca desdeñosamente. El Sumo Pontífice prosiguió: “Hoy Hreidmar de Sigerik elegirá a su heredero, según la inspiración divina que le proporcione el Supremo Dios Ra Ank Erais”. “¿Elegir? ¿Qué hay que elegir? ¿Acaso no soy yo el Príncipe Primogénito? ¿Acaso no demostré mi valor y mi audacia, la fuerza de mi brazo y de mi espada, cuando conquisté los reinos subterráneos de Andavari, Valesnor y Kibasi? ¿Qué es lo que hay que elegir? Denme esa corona de una vez y dejemos las palabras y los chismes inútiles”. Los nobles, los grandes del reinos, los representantes de las casas más antiguas de los enanos, miraron con aversión al príncipe. Él les sostuvo la mirada con orgullo. Hubo un gran silencio, tan grande que casi se podía escuchar el gorjeo de los pájaros en los bosques del Blocksberg, sobre los que pronto amanecería. Liuva y Atavolf de Astur; Wamba, Fruela, y Recesvintus de Alceya; Teodored, Suintuila y Tulga, hicieron ademanes coléricos, sus labios empezaban a abrirse; pero la débil voz de Hreidmar de Sigerik silenció las palabras de los guerreros antes de que se profirieran. “Sí, conquistaste todos esos reinos Fafner, pero luego asesinaste a los derrotados indefensos, sin necesidad. Degollaste a los niños, hundiste tu espada en los vientres de las mujeres preñadas…” “Yo…”, intentó replicar Fafner. “No tiene importancia”, prosiguió el rey, “no soy yo, no son los senescales, no son los margraves, quienes eligen al nuevo rey, es Ra Ank Erais. Gran Sacerdote Agil Aster Worms, abre la puerta del cielo, di las palabras, y que comience el ritual”.
El príncipe Fafner de Sigerik miró colérico a todos. Se quitó el Casco Égida, con ambas manos lo mostró sin decir una sola palabra.
“Sé hijo, que los dioses te dieron ese yelmo invulnerable, aun así debes someterte al ritual”, dijo Hreidmar. “¿Cuál ritual? Nunca me hablaste de ningún ritual, padre”. “A mí tampoco mi padre me habló de ningún ritual. Sólo se les dice a los aspirantes a la Corona del Reino de los Enanos cuando se va a efectuar, cuando al rey, como es mi caso, le quedan pocas horas de vida. Tus hermanos Odder y Regen se acaban de enterar también”. Fafner se volvió a poner el Casco Égida. “¿Aspirantes?”, preguntó con desdén. “Sin el Casco, Príncipe”, dijo el margrave Recesvintus. Fafner alzó las cejas evidenciando perplejidad y resignación. Tiró el casco al suelo. “Ahora los tres príncipes se ponen en el centro del salón”, ordenó el Sumo Pontífice Agil Aster Worms. Ellos obedecieron. Una vez que estuvieron en el lugar indicado, Fafner hizo una nueva pregunta. “La elección no se puede dejar al arbitrio de Odín? ¿Por qué a la voluntad de Ra Ank Erais?” “Odín es el dios de los hombres; el de nosotros los enanos es Ra Ank Erais”, dijo Agil, y agregó: “No vuelva a hablar príncipe, el ritual sagrado va a comenzar”. Fafner se encogió de hombros. El Sumo Pontífice elevó sus brazos hacia las lejanas y altas cúpulas. Los nobles y valientes enanos al servicio de Hreidmar bajaron sus cabezas y cerraron sus ojos en señal de humildad. También lo hicieron Odder y Vergen. El príncipe Fafner miró hacia arriba. Seguramente ya los primeros rayos del sol tocaban las copas de los miles de árboles del monte Blocksberg. Agil Aster Worms hizo extraños signos con sus manos y comenzó una plegaria en una lengua que los príncipes no entendían, pero a Fafner le pareció que era el idioma de los Albustshava, seres de poderes mágicos extraordinarios. Todos habían muerte treinta siglos atrás en la batalla contra los dragones en el campo de Alkalebre. La lengua ahora sólo la conocían algunos magos y sacerdotes de alto rango. Agil Aster Worms emitía cada sílaba con temor sacro. “Semoḱniot Omnipotens Bog lux Gott beruhre…” Su voz, segundo tras segundo, parecía más lejana, como si el Sumo Pontífice hablara desde la niebla. “Semoḱniot Omnipotens Bog lux Gott beruhre den Deus lux tangit dopre Konig go kralot na Dzudzinjata…” Seguía la plegaría, tan sutil como el agua, tan solemne como las profundidades oceánicas. Fafner miró al anciano sacerdote, pensó en interrumpirlo con una sonora carcajada; pero no rio, empezó a sentir un gran sueño, un gran cansancio, y también miedo. “Semoḱniot Omnipotens Bog lux Gott beruhre den Deus lux tangit dopre Konig go kralot na Dzudzinjata Allmächtiger der König der Zwerge mit deinem pergere Licht regem Nanorum pergere so svojata svetlina”. Continuaba la plegaria del sacerdote. Un ruido extraño llegó desde la alta cúpula. Odder y Vergen permanecieron con la cabeza inclinada y los ojos cerrados. Fafner alzó la vista. Empezaba a abrirse una gran grieta en el techo. “Deus lux tangit dopre Konig go kralot na Dzudzinjata Allmachtiger…”, salmodiaba Agil, en otra dimensión, fuera del tiempo, fuera del espacio. La grieta se agrandaba, rompió las capas de piedra y ladrillos de la cúpula, perforó las entrañas del Blocksberg. “Zwerge mit deinem pergere Licht regem Nanorum pergere…” Y la grieta tocó el musgo, las hojas caídas, la superficie de la montaña. “Regem Nanorum pergere…” El sol descendió a través de las tinieblas del Blocksberg, se abrió paso por el techo del salón del trono, y un claro rayo de luz tocó la cabeza del príncipe Vergen. “Fakta erk esta factum est don”, terminó de manera solemne Agil Aster Worms. En ese momento Hreidmar de Sigerik expiró. El sacerdote volvió a hablar en la lengua común. “Ha muerto el rey Hreidmar; viva el nuevo rey de los enanos, Vergen de Sigerik”.
II
No podía contarlos, pues su cerebro estaba atascado de lágrimas, pero quizás Fafner ya había descendido unos cien metros en los sótanos donde reposaba el oro de Hreidmar de Sigerik. No lograba, no podía decirse a sí mismo la verdad: el oro del rey Vergen. El que nunca sería del Príncipe Fafner. Sus pasos no eran firmes, continuamente tropezaba. Le dolía la cabeza. Un zumbido interno no le daba ni un minuto de paz. A veces tropezaba con alguna ánfora de oro, con alguna espada con empuñadura incrustada de rubíes, y caía al suelo. No hacía mucho esfuerzo en levantarse. Buscaba las frías paredes de ladrillos mohosos, donde el agua que venía de edades olvidadas había creado manchas, caras monstruosas, y fluía en pequeños hilillos. Ya casi no había visibilidad. Los servidores del rey no habían puesto ni antorchas ni lámparas allí. La ansiedad no dejaba descansar a Fafner. Se ponía en pie nuevamente. Avanzaba, siempre hacia abajo. Tan solo la luz interna, luz de astros lejanos y monstruosos, atrapada dentro de los diamantes, permitía a Fafner distinguir las curvas, los recovecos, los arcos semiderruidos, de aquellos abismos. Nunca había bajado tanto. ¿Qué edad tendrían aquellas recamaras? Parecían anteriores a la época de Fulco de Sigerik. ¿Quiénes cavaron? ¿También enanos u otros seres? Otros seres, tal vez. Las paredes habían dejado de ser de ladrillo. Ahora no eran más que roca viva, cavernas, en donde una raza extraña, quizás desaparecida, había hundido el pico y la pala en busca de riquezas ignoradas. Y el que busca riquezas demasiado profundo, también puede encontrar infiernos. A Fafner no le importaba. No necesitaba entrar en ningún valle de torturas eternas, su alma hervía en el fuego inextinguible de la tristeza y el odio. Debía bajar más. Necesitaba alumbrar los pasadizos. Tomó uno de los diamantes luminosos más grandes. Lo alzó. Ahora podía ver mejor las paredes. Allí había bajorrelieves de una raza olvidada. Especie de larvas, de enormes gusanos, que se inclinaban sobre algo. Estaban tan erosionados aquellas representaciones, que era imposible ver bien lo que hacían los seres monstruosos. Al parecer devoraban algo. Fafner imaginó que las larvas se comían un gigantesco cadáver putrefacto. ¿A quién pudo pertenecer un cadáver de enormes proporciones? ¿Seres oscuros y ciclópeos? ¿Seres de los que ya nadie tenía recuerdos? ¿Entonces aquella parte de las cavernas tenían por lo menos un millón de años? Eran, quizás de una época en que ni siquiera los grandes dioses, Wotan, el de los hombres; o Ra Ank Erais, el de los enanos, existían.
Absorto en estas meditaciones, el Príncipe Fafner se sentó sobre un montón de trozos de oro, toscos, sin labrar, alguien o algo los había depositado allí sin interesarse más por ellos. Estaba muy cansado, a pesar de que el lugar era frío, sudaba. Fue entonces que escuchó el ruido. Algo se movía en las tinieblas que estaban más allá de la luz proyectada ´por el diamante. Fafner pensó que podría ser un hilillo de agua, un manantial escondido, el tráfago incesante de alguna corriente subterránea. Pero no, no era eso. El ruido no era de un líquido limpio y puro, más bien semejaba provenir de algún cuerpo viscoso que se arrastraba dejando babas e inmundicias tras de sí. El príncipe desenvainó su espada y se puso en pie. Intentó penetrar las tinieblas que a apenas a un metro a su alrededor comenzaban sólidas, impenetrables, como murallas hechas de una ponzoña oscura. Volvió a escuchar el ruido. Ahora estuvo seguro, no era una corriente de agua, un cuerpo se arrastraba en la profunda noche eterna. Ya venía, quizás estaba a unos dos metros del hijo de Hreidmar. ¿A qué criatura infernal habría despertado Fafner? ¿Qué tumba antediluviana se había abierto? ¿Quién o qué se había levantado de la cripta? El príncipe escuchó un sonido a su derecha, parecido a la tos, a la flema pestilente, que bulle en los pulmones de los moribundos. Se volvió espada en mano, pero sus ojos no pudieron ver nada. Olas de tinieblas cuyas crestas oscuras no emitían destello alguno. El frío aumentaba. El hijo de Hreidmar pensó que moriría congelado. Entonces, a sus espaldas, una voz no humana, tal vez producida en la garganta de un batracio viscoso, lo llamó. “Fafner, Fafner, Príncipe Fafner…” Fafner se volvió espada en mano, pero su mano temblaba de miedo. Lo vio. Primero sus ojos. Dos cuencas vacías, algo así como túneles que entraban en espacios muy lejanos, y allá, tal vez a muchas millas de distancia, ardía un fuego implacable. ¿Quién era el dueño de aquella mirada infernal? Fafner supuso que era aquella larva nauseabunda que a veces había atisbado cuando bajaba a los sótanos del palacio. Pero nunca la había tenido tan cerca. Despedía un hedor a cadáver putrefacto casi insoportable. Sin bajar la espada, Fafner preguntó. “¿Quién eres, criatura inmunda? ¿Tienes nombre?”. “Claro, príncipe Fafner, soy Mefistófeles”. Y ahora, aquella voz de larva, filtrada a través de una garganta acaso putrefacta, llena de flemas y tumores, había adoptado un tono de adulación. “Príncipe… príncipe… el único digno de portar la corona de la Casa de Sigerik... Príncipe Fafner, el más valiente de todo el reino de los enanos, pero también el más humillado”. Y el hijo de Hreidmar sintió entonces cierto consuelo, aunque era un consuelo gris, como esos pantanos donde uno cree que ha pisado tierra firme, pero no, es una ciénaga interminable, llena de inmundicias. Marisma donde sólo pueden habitar las sabandijas. Larvas asquerosas como aquella criatura. Seguía babeando Mefistófeles a medida que salía de las sombras. Los ojos llameantes estaban en un rostro plano, arrugado, cuya textura era semejante a la de los pálidos gusanos que roen cadáveres. Tenía una pequeña protuberancia, que intentaba ser nariz, pero no lo lograba, con dos orificios por donde respirada. Su boca era de labios violáceos, cubiertos de llagas purulentas. Dos largos colmillos llegaban hasta donde debería estar la barbilla del bicho, que no era más que un pellejo arrugado y amorfo. Una excrecencia que por sí sola podía borrar cualquier palabra de consuelo. Fafner sintió asco, su mano apretó la empuñadura de la espada. Faltaban segundos para que atacara al tenebroso ser, cuando este volvió a hablar. “Yo era hermoso como tú, Fafner, pero Wotan me convirtió en esto que ves. No tuvo en cuenta mis servicios. ¿Acaso no has escuchado mi nombre nunca?”. Fafner bajó la espada. Sí, su abuelo, le había hablado alguna vez de aquella criatura: Gran Duque Mefistófeles, general de los ejércitos celestiales. En algún momento de la eternidad se había sublevado contra Wotan, éste, colérico, lo arrojó a la tierra y lo privó de su condición hermosa y aristocrática. Nadie sabía del paradero de Mefistófeles, durante miles de años había permanecido oculto, rumiando su dolor en algún abismo, pero ahora había salido de su mudez inmemorial para hablar con Fafner. Y el príncipe, de pronto, ya no sintió asco, sino admiración por aquel desterrado. Era Mefistófeles, al igual que el hijo Hreidmar, una víctima del terrible Wotan. El ser de las sombras se acercó más. Estaba ahora a unos cincuenta centímetros de Fafner. El príncipe apenas podía respirar a causa de la fetidez del gusano. De los largos colmillos de Mefistófeles goteaba sangre. “No puedo vivir sin succionar sangre cada día, príncipe”, dijo el otrora Gran Duque. Su voz era triste. Fafner sintió compasión por Mefistófeles; y, a la vez, intriga. ¿Cómo había conseguido a su víctima en aquellas profundidades? ¿Cuáles eran los inmundos rebaños que moraban en el abismo? Quiso figurárselos, pero detuvo su imaginación. La carne devorada por Mefistófeles provenía, seguramente, de seres cuya sola imagen podría enloquecer a cualquiera. “No, no saben bien”, se quejó el monstruo. Una capa negra cubría su largo cuerpo de gusano. No tenía piernas, de los bordes inferiores de la tela salía decenas de patas como las de los escorpiones. Sin embargo, de un lugar cercano a su cabeza, quizás donde millones de años atrás tuvo los hombros, salían dos brazos. La piel de estos era también como la de las larvas que devoran cadáveres. No tenía dedos, pero si unas largas uñas, negras y afiladas como cuchillos. Levantó un poco sus brazos, quizás deseaba expresar desaliento. “No saben bien”, repitió. “¿Y qué es lo que sabe bien, Mefistófeles?” “La carne de los hombres es buena; pero es mejor la de los enanos, es más dulce”, explicó la criatura y se relamió los colmillos y los labios llagados. Su lengua era un gran tentáculo viscoso que terminaba en una ventosa con decenas de diminutos colmillos. Fafner retrocedió asustado, otra vez alzó la espada. Desde algún foso profundo llegó el chillido de animales en fuga. El príncipe jamás había imaginado que en aquellas tinieblas pudiera haber vida. ¿De qué se alimentaban las presas de Mefistófeles? En cualquier caso, al gusano le gustaban más los enanos. “¡Si das un paso más te sacaré los ojos con mi espada!” “No tengo ojos Fafner. Eso que ves en mis cuencas vacías no es más que el Infierno, donde la Sacerdotisa Roja esclaviza a las almas en pena. No quiero devorarte a ti, Fafner. Eres un desterrado, al igual que yo. Quiero la carne y la sangre de otros enanos. Sus almas no, esas se las enviaré a Circe”. La pestilencia de la alimaña aumentó. Era como si algún viento cósmico hubiera abierto mil tumbas donde mil cadáveres se podrían al mismo tiempo. Fafner se tapó la nariz y preguntó: “¿Quién es Circe?” “Ella es la Sacerdotisa Roja. Está a mi servicio”. El hijo de Hreidmar no supo que responder. Mefistófeles tampoco habló. Otra vez, como agua oscura fluyendo hacía hacia fosos de otros mundos, se escuchó la desbandada del rebaño. Chillaban aterrorizados. Fafner no intentó imaginar sus formas. Mefistófeles lo miraba con fijeza; o quizás no era Mefistófeles quien observaba, sino aquella Sacerdotisa Roja, que en las cuencas vacías del gusano torturaba sin cesar a las almas.