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ENAXTERIO CINCINNATI


Despierto en el interior de una camioneta en marcha. Tengo sangre en la cara. La cabeza me duele. Me palpo, noto una herida en mi cráneo. Todavía sangra. A cada lado tengo un hombre armado con AK 47. Visten rigurosamente de blanco. El vehículo transita por un desierto. Intento preguntar qué sucede, pero la mirada agresiva de mis guardianes me disuade. La camioneta se para frente a un edificio gigantesco y solitario. Me bajan. Pero… ¿Qué sucede? ¡Cállese! ¿Por qué estoy aquí? ¡Cállese! Y me pegan con la culata del arma. Caigo al suelo terregoso. Miro hacia arriba. El rascacielos ha de tener unos cien o ciento cincuenta metros de altura. Está forrado totalmente de espejos. Refulge bajo el sol del mediodía. Unas gotas de mi sangre caen sobre la arena. Trato de limpiarme la cara. Los dos sujetos me agarran por debajo de los brazos y me levantan. Me llevan hacia el enorme portón de cristal. Arriba dice en letras doradas: Enaxterio Cincinatti. Pasamos. Estoy en un amplio, amplísimo salón blanco. Piso de mármol blanco, paredes laqueadas de blanco. Luces blancas que no permiten ni una sola sombra. ¡Venga, el celular! ¿Qué? ¡Danos tu teléfono celular! Y lo entrego, por miedo a más golpes. ¿Alguna tablet que traigas? ¿Algún otro modo de conectarte a internet? No. ¡Quítate la ropa! Pero… ¿Por qué? Un culatazo en las costillas. Grito. Caigo al suelo. Unas gotitas de mi sangre manchan el mármol impoluto. Me levantan. ¡Quítate la ropa! Me despojo del pantalón, la camisa y los zapatos. Los calzoncillos y los calcetines también, ordenan. Ahora ni siquiera me atrevo a preguntar. Me los quito. Estoy desnudo en medio del gran universo blanco. Me extienden una bata blanca. Me la pongo. Me hacen avanzar hasta la puerta del fondo. Se abre automáticamente y me pasan a un largo pasillo, también blanco, con puertas cerradas, quizás decenas, a ambos lados.

Mis guardianes abren una de las puertas. Me empujan hacia adentro, y cierran con llave por fuera.

Adentro, otra vez, todo es blanco. Una pequeña cama, impoluta. Una mesa de noche. Una lámpara. Un baño. Todo muy limpio. Aséptico. No hay un solo libro. Eso me parece terrible, infernal. Entonces, por primera vez en mi vida, me doy cuenta de que estoy solo, solo, solo conmigo mismo. Y que mi “mi mismo” no me es nada atractivo. Más bien me da miedo. Es una presencia molesta, incluso. Nunca había sentido el “mí mismo” de manera tan tangible. Es la primera vez, y no me gusta. Ayer todo era distinto. En la tarde anduve por el Boulevard Central, caminando bajo una fina llovizna. El sonido de las gotas sobre las hojas de los árboles, sobre los edificios, sobre los parques, sobre las fuentes, era realmente acariciador. Creo que en ese momento no lo valoré bien. Ahora su ausencia me parece una pérdida gigantesca. Aquí, en esta habitación, no hay ningún ruido. Escupo a ver si el sonido se parece al de la lluvia. Pero no, no se parece. Es sordo apagado.

No sé porque estoy aquí, ni para qué. Lo último que recuerdo es mi estancia en un bar, allí bebía un whisky mientras contemplaba a una bella mujer. No hay más recuerdos. No hay un puente entre esa noche y mi despertar en la camioneta, con la cabeza y la cara ensangrentada. ¿Por qué me habrán secuestrado? No tengo dinero. Soy un periodista con un sueldo promedio, nada interesante para alguien que quiera ganarse una buena suma de dinero mediante un rescate. Mi familia tampoco es rica. Son gente modesta. No podrían pagar nada por mí. No entiendo. No entiendo, más bien naufrago en la blancura. Siento como si empezara a dejar de existir. Voy al baño y le bajo a la palanca. Por lo menos escucho el ruido del agua. No gaste agua innecesariamente, me dice una voz. Busco con la vista la bocina, pero no la encuentro. ¿Quién es usted?, pregunto. Soy Enaxterio Cincinatti. ¿Es usted una persona? Eso no tiene la menor importancia. ¿Qué diferencia hay entre una persona y una no-persona? ¿Para qué estoy aquí?, indago otra vez. Está aquí para contarme sus recuerdos, yo no tengo recuerdos, quiero escuchar recuerdos. Esto es absurdo, le contesto a Enaxterio Cincinatti. ¿Cómo es posible que usted no tenga recuerdos? ¿Es usted una máquina, Enaxterio? ¿Qué importancia tiene ser una máquina o no? Mejor dígame su nombre. Me llamo Juan Luis. ¿Juan Luis qué? Juan Luis Diéguez. ¿Juan Luis Diéguez qué? ¿Es importante? Sí. ¿Por qué? ¿Juan Luis Diéguez qué? Juan Luis Diéguez Cárdenas. Mucho gusto, Juan Luis Diéguez Cárdenas. Bienvenido a Enaxterio Cincinatti. ¿Enaxterio Cincinatti es usted o es el lugar? No entiendo esa diferencia. Me callo. La voz de Enaxterio Cincinatti es masculina, correcta, pronuncia con exactitud, pero no tiene acento de ninguna parte. No se podría decir que es mexicano, chileno, cubano, o español. Es una voz neutra.

¿Por qué me ha secuestrado, Enaxterio? He sido golpeado, vejado. ¿Qué significa esto? Usted está aquí para contarme sus recuerdos. ¿Para qué? No tiene por qué saberlo. No le contaré nada, Enaxterio. Libéreme. Esto es un secuestro, es un delito. Esto es la manera en que usted me contará sus recuerdos. Si no los cuenta, nunca saldrá de aquí, Juan Luis Diéguez Cárdenas. Suspiro. Empiezo a entender que estoy en manos de un loco. ¿O de una máquina? Bien, Enaxterio, ¿qué quiere que le cuente? Empecemos por recuerdos de su infancia. ¿De qué me hablará? Uhmmm… no sé… Cualquier cosa Juan Luis Diéguez Cárdenas. Dígame algo de cuando usted tenía dos o tres años. ¿Es en serio, Enaxterio? Sí. No quiero. Bien, apagaré las luces, usted debe de dormir, levantarse a las seis de la mañana, a esa hora es el desayuno.

Imagino las largas horas de silencio y oscuridad total. Minutos, minutos extensos, en los que en cada segundo me estaré preguntando el porqué de mi cautiverio. Una eternidad sin más contacto que conmigo mismo, expuesto a las trampas más criminales de mi imaginación. Esas trampas de la que me salvaba mi teléfono celular, cuando podía conectarme con cientos de desconocidos. Una noche tan abrumadora como el desierto en el que se encuentra este rascacielos. Cambio de opinión. Bien, le contaré algo Enaxterio Cincinatti. No es algo que me haya ocurrido, sino algo que me contó mi madre. ¿Si no ocurrió cómo se podría calificar de recuerdo? Más bien es un recuerdo de mi madre, que ella me transmitió a mí. ¿Entonces, Juan Luis, existen los recuerdos de los recuerdos? Sí. Bien, cuente. Fue mi madre quien me lo contó, yo quizás tenía tres años, o cuatro. Mi madre me hacía la historia de Mariano Calderón. Ella era una adolescente. Vivía en la casa de campo, en Sao Arriba, con mi abuelo y mi abuela. No sé si con sus hermanas. ¿Un recuerdo es tan inexacto? Sí. Es inexacto, pero en ello se basa tu noción de la realidad, Juan Luis. ¿No te parece extraño? Así es, no me interrumpa. Prosigo. Era de noche, según mi madre. Por ese motivo siempre he imaginado que la puerta y las ventanas de la casa estaban cerradas. Bueno, ahora que recuerdo bien, mi madre me dijo que estaban cerradas. O sea, yo no lo imaginé. No estoy seguro de ninguna de las dos versiones. La cuestión es que tocaron a la puerta, mi abuelo preguntó quién era, y una voz ronca respondió: soy Mariano Calderón. ¿Cómo puede saber que la voz era ronca, si usted no estaba ahí, Juan Luis. Mi madre imitaba la voz de Mariano Calderón cuando me hacía la historia. La ponía ronca, como si saliera de una tumba, como si encerrara mil misterios. ¿Pero no era la voz de Mariano Calderón, verdad? No, pero gracias a la imitación que hacía mi madre fue brotando toda la figura de Mariano Calderón. Descalzo, sucio, con el pelo encrespado, y un pollito en una mano. Tal vez traía un pollito en una mano. ¿Eso se lo contó su madre? Lo del pollito sí. ¿Y lo de los pies descalzos? No, eso no, esa era la sensación que emanaba de la voz de mi madre diciendo: yo soy Mariano Calderón. ¿Podría haber tenido zapatos Mariano Calderón? Sí, claro. Entonces usted, Juan Luis, no almacena ninguna exactitud de aquel momento. No. Dígame… ¿Le dieron albergue a Mariano Calderón? Sí, mi madre me contó que sí. Le dieron un manto, él se acostó en la cocina, con el pollito al lado, y así se durmieron los dos. El pollito, para mí, siempre fue el símbolo de la soledad de Mariano Calderón. Lo único que tenía en la vida. ¿Y cómo termina la historia, Juan Luis? No sé, mi madre nunca me dijo nada. No sé si Mariano Calderón desayunó en casa de mi abuelo y después se marchó. Espere, espere, Enaxterio, creo que ese vagabundo se marchó en la madrugada, porque cuando mis abuelos se levantaron, ya no estaba allí. ¿Está seguro? No, fue algo que me vino a la mente ahora. Otras veces he recordado la historia de Mariano Calderón, pero nunca reparé en que él escapó de madrugada. ¿Y por qué ahora sí? Tal vez porque usted, Enaxterio, me está preguntando. Aquella salida de Mariano Calderón estaba metida, oculta, en alguna capa de mi consciencia, y ahora apenas se removió. ¿Y podrían seguir removiéndose cosas sobre Mariano Calderón, Juan Luis? Sí, creo que sí. Entonces un solo recuerdo es infinito, nunca deja de desplegarse. Podría ser Enaxterio, no lo sé. Bien, Juan Luis, ya son las 9:45 de la noche. Le pasaran un vaso de leche y unas galletas por debajo de la puerta. Usted tiene 15 minutos para cenar. A las 10 se apagarán las luces, usted irá a la cama, y dormirá, hasta las 6 de la mañana, hora en que se levantará, se aseará, y a las 6:30 ya estará desayunando. Yo lo acompañaré, entonces seguiremos la charla sobre sus recuerdos. Por el momento me despido. Tenga usted buenas noches, Juan Luis. Buenas noches, Enaxterio.

La voz calló. Me encontré perdido dentro de aquella pequeña habitación. Sentí que había sido víctima de un robo. Nunca en mi vida yo había contado la historia de Mariano Calderón. En sí misma era insignificante, pero era uno de los tesoros de mi intimidad. Me había obligado a contarla. Me la había extraído igual que los ladrones de órganos extraen un riñón o un ojo a su víctima.

Pensaba en esto, cuando en la parte baja de la puerta se abrió una ventanilla, y una mano introdujo la leche y las galletas prometidas por Enaxterio Cincinatti. No había comido en todo el día, y consumí muy pronto aquellos exiguos manjares. Me quedé sentado en el suelo. Pensaba cuantos segundos faltarían para las diez de la noche, hora en que aquel psicótico de Enaxterio Cincinatti había pronosticado que se apagarían las luces. Intenté contarlos siguiendo mis pulsaciones. Las luces no se apagaban. Pensé que Enaxterio me tendría para siempre en medio de aquel infierno blanco con luces blancas, y que yo no podría dormir ni un solo segundo, ni desconectarme un solo segundo. Una blanca estepa de donde era imposible huir. Un desierto de sal. La culminación hasta un grado monstruoso de la monotonía. Y me lancé contra la puerta de la habitación, le pegué puñetazos, grité, pedí auxilio… No sé… No sé cuánto tiempo. Pero de pronto las luces se apagaron y me vi envuelto en una oscuridad total. Fue como si todo cesara dentro de mí. Dejé de dar golpes. Dejé de gritar. Eran las diez de la noche. Claro, si Enaxterio Cincinatti no había mentido. Porque yo ya no podía constatar el tiempo por mí mismo. No tenía ni siquiera un reloj de arena, ni un reloj electrónico, ni un teléfono celular, nada. Tampoco podía ponderar el trayecto del sol o la luna. El tiempo era el tiempo que Enaxterio Cincinatti me comunicase. ¿Habían transcurrido realmente 15 minutos desde que Enaxterio se calló hasta que apagaron las luces? Imposible saberlo.

Con pasos cortos, tanteando en la oscuridad, encontré la cama. No tenía otra opción que acostarme en ella. Por lo menos era mullida y olía a limpio. Me tapé con una colcha. La temperatura era un poco fría, pero no lo suficiente para sentirse incómodo. El que se sentía incómodo era mi cerebro. A esa hora, durante meses, había tenido frente a mí el teléfono celular. Navegaba en las redes sociales, principalmente en facebook. Cada seis o siete segundos me llegaba una nueva información. Se podía estar horas viendo lo que ponían en sus muros los usuarios. La atención dirigida hacia afuera. ¿No pensar? Eso era una afirmación muy extrema… Pero sí estar siempre a la expectativa de una nueva información que pudiera traer felicidad, aunque realmente todo era casi igual, millones de seres conectados no lograban crear algo más que una monotonía universal. Revolucionarios y anarquistas de las redes que repetían siempre lo mismo. Indignados, activistas en pro de los derechos de los animales, hombres y mujeres que imaginaban ser espirituales y ponían frases de Buda, de Jesucristo, o de algún pastor evangélico. Una infinita variación de mensajes, realmente infinita, pero incapaz de provocar algún cambio importante en la realidad. Y sobre todo, la costumbre del cerebro de recibir estímulos a una velocidad enorme, a dejar entrar, entrar, entrar, sin saber muy bien que entraba. Pero ahora no entraba nada. Yo estaba solo con mi oscuridad. Mi mente no sabía qué hacer. Necesitaba imágenes para estar calmada. No había imágenes salvo las internas. No había sensaciones, salvo las provenientes de mi propio cuerpo y de mi psiquis. Pensé en masturbarme, pero estaba tan acostumbrado a hacerlo viendo pornografía que la sola idea de hacerlo a ciegas me desanimó. ¿Qué haría con mi oscuridad? Los miedos empezaban a aflorar, sobre todo el terror a que aquellas tinieblas fueran eternas. ¿Me estaría buscando la policía? ¿Quién podría dar parte de mi desaparición? Yo vivía solo en la Ciudad de México, hacía tiempo que me había divorciado. El resto de mi familia residía en Cuba. Tenía amigos, si, y amigas, alguna amante ocasional, pero los veía poco. Los primeros en notar mi desaparición serían mis compañeros de trabajo. Que yo recuerde, la noche que bebía whisky en un bar de la Colonia Roma, la última noche de mi libertad, era un viernes. En caso de que haya sido ayer, entonces la primera noche de mi cautiverio era un sábado. No se darían cuenta de mi ausencia hasta el lunes. No, no, aún nadie me buscaba. Y por otra parte… Cuando empezaran a buscarme, ¿dónde me buscarían? Las afueras del edificio Enaxterio Cincinatti me eran totalmente desconocidas. Nada tenían que ver con la Ciudad de México y sus alrededores, ni siquiera con estados cercanos como Morelos o Hidalgo. Era un desierto. Con algunos cactus dispersos y algunos yerbajos amarillos y resecos. Podría ser un desierto del norte de México, pensé. ¿Para qué me tenían allí? ¿Qué me harían? La angustia me crispó el cuerpo, mis músculos se contrajeron, los hombros me empezaron a doler y arder. Estaba allí, solo conmigo mismo, y lo más esencial de mí mismo era mi terror a perecer, a ser asesinado, torturado, desmembrado. Seguramente siempre fue así, seguramente ese miedo siempre me carcomió, pero los libros, la televisión, las redes sociales, me distraían de él. ¿Cómo distraerme? Di vueltas y vueltas en la cama. Noté que la respiración me empezaba a faltar. Me incorporé, caminé por el reducido espacio, me senté en el suelo, me acosté sobre los mosaicos fríos: nada me calmaba. En aquella hora de tormento deseé la presencia inmaterial de Enaxterio Cincinatti pidiendo que le contara mis recuerdos. ¡Enaxterio! ¡Enaxterio!, grité. ¡Te contaré más recuerdos! Nadie respondía. No sé cuánto tiempo grité. Había perdido la esperanza, y con ella, cosa curiosa, la construcción lógica de la realidad, la idea equilibrada de que la policía me encontraría, o de que aquello podía ser una broma. Al final, reducido casi a la nada, me hice un ovillo en un rincón, y me dormí.

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