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EL PRESTAMISTA RUSO


El prestamista de la calle Mesones puede apropiarse de la vida o de la muerte del cliente. Con él, Klosowski, no se deja en prenda ni oro, ni coches, ni terrenos, ni casas. Se deja un tiempo. Una semana, dos… a veces un mes… puede ser que un día. En ese lapso Klosowski puede disponer del cliente como se le antoje. Sólo los desesperados van a su oficina, ubicada en una casa virreinal, de 1712, llena de polvo y sillones viejos. En la habitación del fondo los espera el prestamista. No se sabe cuándo Klosowski llegó a México procedente de Rusia. Algunos aventuran que es miembro de la mafia moscovita. Tiene la cara regordeta y grasienta, una larga cicatriz le cruza la mejilla izquierda. Klosowski no se anuncia en ningún periódico, menos en la televisión. En internet no es posible encontrar su nombre. Pero en el bajo mundo, donde abundan los desesperados, la mayoría saben cómo llegar a él. Le ha prestado a bailarinas de table dance, a políticos, a oficinistas, o a familiares de ladrones que necesitan pagar su fianza. A una mujer bella le pidió un día. En esas veinticuatro horas la obligó a tener sexo con un chimpancé mientras él miraba. Demás está decir que algunos clientes han sido asesinados. Todo depende del humor de Klosowski. Se dice que a un director de cine le envió un payaso que lo hizo reír como nunca en su vida.

Hoy en la mañana vino un hombre de mediana edad a pedir un millón de pesos. Vestía un traje Giorgio Armani azul claro. Tenía una mancha de grasa junto a la solapa izquierda. Dijo llamarse Álvaro Sánchez. Su cara denotaba malas noches, borracheras continuas, mujeres, quizás abuso de drogas. Su caminar reflejaba cansancio.

– ¿Para qué quieres el millón de pesos? –preguntó Klosowski.

–Deudas, deudas de juegos.

– ¿Qué tipo de juegos? –inquirió el prestamista.

– Dados.

–Me encantan los dados. Nietzsche habló de los dados. La tirada de los dados contra la creencia de un mundo planificado por Dios. No hay plan alguno, Álvaro, sólo una tirada de dados.

–Lo sé. ¿Me prestarás el millón de pesos?

–Sí.

– ¿Qué tiempo de tu vida me dejarás en prenda? –preguntó Klosowski, mientras encendía un gran habano marca Cohiba. Echó una gran bocanada de humo azulado. Álvaro Sánchez permanecía en silencio.

–Me aficioné al tabaco durante mi estancia en Cuba, hace más de treinta años. Yo venía del mundo socialista. Era ingeniero metalúrgico. Me mandaron a un territorio infernal, llamado Moa, donde sólo hay minas de níquel y polvo rojo. Lo único bueno fue conocer los habanos, desde entonces no los dejo.

Klosowski hizo una pausa, esperando la respuesta de Álvaro Sánchez. Cómo éste no hablaba, el prestamista insistió.

–Bien, amigo, ¿qué tiempo de tu vida me dejas en prenda por el millón de pesos?

– ¿Un día está bien?

–No, una semana.

El jugador intentó imaginar a que suplicios o a que maravillas lo sometería Klosowski en ese tiempo.

–Es mucho tiempo, Klosowski.

–Un millón de pesos es mucho dinero. Una semana, o no hay préstamo.

–Bien, acepto.

Klosowski explicó a Álvaro Sánchez como procederían. A partir de que el cliente salía de la oficina de Klosowski, empezaba a recibir llamadas en su celular, donde le indicarían qué hacer. Esto sería durante toda una semana, al final de la cual recibiría el millón de pesos.

Álvaro salió algo apesadumbrado. La calle estaba llena de vendedores ambulantes que ofrecían sus mercancías junto a las antiguas casas de los conquistadores, ahora desvencijadas y sucias. El deudor imaginó el rostro de una anciana con largos colmillos que lo miraba desde el otro lado de los opacos cristales de una ventana. Cavilaba en que no había sido una buena idea acudir a Klosowski. En ese momento sonó su teléfono celular. Contestó con voz algo temblorosa. Era Klosowski. Le encomendaba la primera tarea. En menos de una hora debía ir a la iglesia de Santo Domingo, en la plaza del mismo nombre, y ocupar uno de los confesionarios. Allí debía esperar que alguien llegara a contar sus pecados, y ponerle la penitencia.

Álvaro suspiró hastiado, y se encaminó, a través de las concurridas calles del Centro Histórico, bajo un fuerte sol, hacia la plaza de Santo Domingo. Se compró un agua de limón fría en los portales de las imprentas, la bebió sediento y acalorado. Luego traspuso el umbral del viejo templo de los dominicos. El cambio tan brusco de la luz ardiente a la penumbra lo dejó medio ciego. Cuando sus ojos se acostumbraron, se vio rodeado del imponente barroco del Siglo XVIII. Los altares, de un oro desvaído, aparentaban toda la vejez del mundo. Había un solo confesionario, pero estaba en uso. Una señora decía sus pecados al sacerdote.

–Sólo te quedan 5 minutos, y aún no estás dentro del confesionario –dijo al teléfono Klosowski.

La señora se fue. Álvaro, que no tenía muchos escrúpulos, sacó al sacerdote de adentro del confesionario y le dio un golpe en la cabeza. El clérigo se desmayó y el jugador ocupó su lugar. En menos de un minuto tenía a alguien detrás de la rejilla.

–Ave María Purísima –dijo Álvaro.

–Sin pecado concebida –contestó la voz de Klosowski.

Álvaro se quedó en silencio unos segundos. Luego, con voz un poco titubeante, preguntó.

– ¿Cuáles son tus pecados, hijo?

–Asesiné a mi madre cuando yo tenía 16 años. La ahogué en el río Volga. Fingí que fue un accidente. Me creyeron.

–Yo te absuelvo –dijo Álvaro Sánchez.

– ¿Y la penitencia? ¿Cuál es?

Álvaro calló. Escuchó que el sacerdote golpeado despertaba, gemía.

– ¿Y la penitencia?

–Elígela tú –contestó Álvaro.

El sacerdote pidió auxilio con grandes gritos. El jugador tuvo miedo. Salió del confesionario y huyó. Atrás quedaron Klosowski y el clérigo ensangrentado. Klosowski lo metió al confesionario y le mandó a callar bajo amenaza de muerte. Los dos días siguientes continuaron entrando llamadas de Klosowski al teléfono de Álvaro Sánchez. Pero el jugador no contestó. El ruso era un loco, sin duda. Mejor no aceptar su préstamo.

Álvaro deambuló por el centro. Pasó la mayor parte del tiempo en el barrio chino, en la cantina La Oriental. Un bar de la época de Porfirio Díaz, que aún conservaba una lujosa barra de madera. Al tercer día se apareció allí Don Neto con dos de sus secuaces. Era el acreedor del millón de pesos que Álvaro debía. El delincuente le dio una paliza al deudor, y lo amenazó de muerte si no pagaba en una semana. Álvaro, con la boca llena de sangre, le habló a Klosowski. Se disculpó como pudo, y le aseguró que contestaría todas sus llamadas. El ruso asintió secamente. Lo llamaría en las próximas horas para darle indicaciones.

Álvaro se fue a su casa. En la cama, con compresas en la cara, esperaba la llamada de Klosowski. Pero el ruso no llamó esa tarde, ni esa noche, ni a la mañana siguiente. El deudor, desesperado, le llamó al mediodía. El teléfono del prestamista se iba a buzón. Al anochecer Álvaro fue a la casa de la calle Mesones. Estaba cerrada. Nadie respondió al timbre. Caminó sin rumbo fijo por las desiertas calles. Los perros removían montones de basura. Temía ver a Don Neto en cada esquina.

Esa noche durmió intranquilo. Soñó que estaba colgado de un gancho de carnicería como un cerdo sacrificado. A las siete lo despertó el teléfono. Era Klosowski.

–Debes matar a un hombre para que te pueda dar el millón de pesos –dijo el ruso.

– ¿A quién? –preguntó Álvaro.

–Lo sabrás al final. Te iré dando instrucciones de cómo proceder.

–Ok. Cómo tú digas.

A las diez de la mañana Klosowski volvió a hablar.

–Dirígete a la calle Santa Veracruz número 43, está en la colonia Guerrero, detrás del museo Franz Mayer.

Álvaro cogió un cuchillo y se fue a la casa en cuestión. Al llegar se dio cuenta de que se trataba de una vieja mansión porfiriana en ruinas. Era enorme. El gobierno había puesto una alta cerca metálica en su fachada. El deudor se las ingenió para saltar. Cayó sobre un montón de escombros. A ambos lados tenía una construcción de dos pisos. Al fondo se veían unos bellos arcos. Álvaro caminó hacia esa galería. Oyó un ruido. Apenas tuvo tiempo para apartarse y evitar que una piedra cayera en su cabeza. La agresión vino desde el segundo piso. El deudor subió por una escalera hasta allí. Era un salón grande, sin techo, lleno de grafitis. Había un solo sillón, y en él, un hombre enmascarado.

Era una chanza ridícula. La barriga, abultada por demasiada grasa, los zapatos enormes y el pelo entre rubio y canoso, delataron Klosowski.

– Vamos, que es esta tontería… dijo Álvaro.

–Ninguna tontería, debes cumplir con tu parte del trato –sentenció grave el ruso.

–O sea, yo tengo que matarte para que purgues el asesinato de tu madre.

_Si.

_Ni siquiera te creo, Klosowski. La forma en que, según tú, mataste a tu madre, está copiada de la novela Teresa Raquin, de Emile Zola. Sé que ustedes los rusos, antes de que se les cayera todo, antes de ser mafiosos, leían mucho. Stalin los obligaba a leer.

El ruso respiró trabajosamente. El sol se filtraba a través del desvencijado techo. Lo hacía sudar. La máscara era de cartón, pintada de negro.

–No soy tan viejo, nunca conocí a Stalin.

– ¿Me darás el millón de pesos tan siquiera?

El ruso se lanzó hacia Álvaro armado de una estaca de madera. Contrario a su fama de delincuente, Klosowski no resultó un buen luchador. El deudor logró asestarle una puñalada en un hombro. La sangré mancho el traje claro del eslavo. Este respiraba con mucha dificultad.

_ Admite que no mataste a tu madre, condenado, dame el dinero, y te dejaré con vida.

–No la mate. ¿Pero qué importa eso? Otros hombres si han matado a su madre.

–El dinero, Klosowski. He hecho todo lo que me has pedido.

–No.

El ruso volvió al ataque. La pérdida de sangre lo había debilitado. Aun así le dio un gran porrazo a Álvaro en la cabeza. El deudor se enfureció. Le dio tres puñaladas a Klosowski en el vientre. El prestamista cayó al piso.

–Esta fue la casa más lujosa de México durante el gobierno de Porfirio Díaz. ¿Lo sabías, Álvaro?

–Sí.

–Ves, todo pasa, todo es efímero. Nada es real.

Con trabajo sacó una chequera de su ensangrentado saco. Se dispuso a escribir en él. Álvaro entendió las intenciones del hombre. Debía facilitarle la tarea. Secó con un pañuelo la sangre que empezaba a escurrir de la manga del traje. En los bancos no aceptaban cheques manchados.

–Sánchez es con Z, no te vayas a equivocar, cerdo.

Klosowski puso bien el nombre, también la cantidad: un millón de pesos. En el suelo, moribundo, reía a carcajadas.

–Ahora que tengo el cheque, no me costaría trabajo llamar a una ambulancia. Puedo dar tu ubicación y largarme.

–No, agota demasiado el juego de los dados.

La cabeza del ruso golpeó el piso de maderas viejas. Acaba de morir. Álvaro notó que tenía su mano izquierda en el bolsillo del pantalón. Le intrigo una manera tan extraña de esperar el último minuto. Extrajo la mano de Klosowski y la abrió. Unos dados rodaron. Eran hermosos, rojos, verdes, azules.

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