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SAGA REINO DE DRAGONES fragmento II


Barba ensortijada y larga, corona de oro y rubíes, una túnica traída de lejanas islas donde hilanderas sagradas tejían sin descanso, una semilla de pino sobre cada ojo, así Hreidmar de Sigerik aparecía por última vez ante los que fueron sus vasallos. El féretro era de mármol rojo con algunas vetas doradas. Una antorcha en cada esquina del pétreo ataúd. Sólo eso, sólo esa débil luz para un salón gigantesco, mortuorio, cuyos techos abovedados, tan altos, nadie acertaba a distinguir. El antiguo rey de los enanos se marchaba hacia las sombras. Vergen, con una corona recién forjada para él, asistía junto al cadáver. Odder y Ra Ank Erais entonaban una salmodia monótona e ininteligible. La despedida. Hacía más de un siglo que aquel salón no se abría. Sólo se usaba para los funerales de los reyes. Así como Vergen miraba a Hreidmar, Hreidmar miró a su padre Egilson. Olía a humedad, a hongos arcaicos, cuyos dedos violáceos medraban en esquinas tenebrosas. Allí nadie limpiaba. Las esporas venenosas, acaso de alma siniestra, volaban en libertad. Era la Casa de la Muerte, y estaban bien aquellos gusanos y sabandijas innombrables, que nadie veía, pero cuyo silencioso reptar todos escuchaban. Era la Casa de la Muerte, la última estación de los monarcas del reino de los enanos, y allí también velaban el Conde Liuva y el Marqués Atavolf; los tres margraves Wamba, Fruela, y Recesvintus de Alceya. Fue invitado también Teodored, el intendente de las cocinas. Suintuila y Tulga, grandes guerreros, lloraban. Otros hombres y mujeres distinguidos del reino de los enanos, con ropas negras, rendían el último homenaje a Hreidmar. El Gran Senescal de los Enanos, Conan de Burgund, había invitado a extranjeros ilustres. Allí estaba Tanatos, Gran Sacerdote de un lejano país de sabios. Godofred, Duque de Bretaña, y una mujer misteriosa y temida, la Dama Morrigan, quien regía con poderosa magia una isla de hiperbóreos. Rivalizaba en poder con Ereskigal, una reina tenebrosa, dueña de desiertos que nadie había visitado nunca. Casi invisible, dentro de su gran manto negro, oculta la cabeza y parte de la cara en un casco hecho con el cráneo de una hiena, estaba Abbadon, general de un ejército calificado de invencible. Amenhotep, el Gran Emperador del Sur, contemplaba en la penumbra sin proferir palabras. Azrael, Señor de los Sumerios, apodado “exterminador”, se apoyaba en su largo cayado. Había otros, decenas, pero la luz de las cuatro antorchas sólo alumbraba a estos seres de leyenda que habían acudido al funeral más importante de aquella época. Todos se preguntaban dónde estaría el Príncipe Fafner; quizás, murmuraron, el dolor no lo había dejado acercarse al cuerpo inane de su padre, y estaba allí, en aquella masa informe de individuos, cuyos nombres y rostros se perdían en las crecientes penumbras que progresaban hacia las tinieblas de la periferia del salón. Muchos pensaron que no había límites, que las sombras proseguían de eternidad en eternidad. ¿Dónde estaría Fafner? Las sombras proseguían, desde un lugar, o desde varios lugares de la oscuridad, el olor a moho, a sabandijas, aumentó, era una pestilencia difícil de soportar. Azrael se acercó silenciosamente a Ra Ank Erais. “Un poderoso demonio se aproxima”, susurró a oídas del Sumo Sacerdote. Éste permaneció en silencio. “Estamos en peligro”, insistió Azrael. “Imposible. Los muros y las puertas están sellados con poderosos conjuros. Nadie los puede trasponer sin morir”. Se escuchó el reptar de una serpiente, un silbido salió de la oscuridad. Llenó el salón, subió hasta las altísimas bóvedas. La Dama Morrigan también se acercó a Ra Ank Erais. “Nos acechan”, dijo. El sacerdote empezó a inquietarse, no sabía si dar la voz de alarma o permanecer quieto, mantener el debido respeto al difunto. No habló. “Están sellados, pero no contra Mefístófeles, el demonio más poderoso. Lo conozco, era mi compañero en la Corte Celestial del Supremo, hasta que se sublevó; entonces un ejército de ángeles lo arrojó a la tierra. Perdimos su rastro. Hasta hoy. Ahora sé, respetable Ra Ank Erais, que ese ser maligno se ocultó durante milenios en las galerías y cavernas más profundas del Monte Blocksberg”, explicó Azrael. Escucharon el zumbido de miles de moscas. Luego los insectos llegaron como nubes, se posaban en los hombros, en los rostros, en los ojos, de los asistentes al velorio. Bajaron hasta el propio cadáver de Hreidmar. Sin embargo, nadie se movió. En miles de años nadie había osado romper el protocolo del funeral de un monarca del reino de los enanos. Sólo la Dama Morrigan sacó de una funda en su espalda un hacha gigantesca y filosa. Azrael desenvainó una espada de fuego. Las moscas y la peste a miles de cadáveres pudriéndose aumentaron. Cuando las enormes puertas de bronce del salón mortuorio cayeron, cientos de invitados pensaron que un trueno había roto el palacio completo. Pero no era ningún fenómeno natural. Fafner había pronunciado las palabras mágicas y las puertas se derrumbaron. Entonces muchos reaccionaron, se dieron cuenta que estaban el peligro, rompieron el protocolo, prendieron antorchas. Ya era tarde. Fafner ya era un reptil rojo de ojos llameantes. Avanzó blandiendo una filosa guadaña en sus manos. La Dama Morrigan intentó enfrentarlo, pero el hijo de Hreidmar le cercenó la cabeza de un solo golpe. El rey Vergen, y Odder, hermanos de Fafner, se lanzaron contra él para matarlo; pero el gusano enorme, de capa negra, malévolo, pronunció hechizos lacerantes. El antiguo príncipe creció de manera desmesurada, de su espalda brotaron dos alas rojas, de estructura membranosa, parecida a la de los murciélagos. “¡Es un dragón!”, gritaban llenos de pánico en la sala. “Es tu oportunidad, Fafner. Haz lo que siempre quisiste hacer”, chilló Mefistófeles. El dragón abrió la boca y su fuego consumió a Vergen y Odder. Los asistentes al velorio quisieron escapar, pero Mefístófeles pronunció nuevos conjuros, y las puertas de bronce se levantaron otra vez, cerrando herméticamente el lugar. “Me saciaré de carne de rey”, chilló el gusano. Fue hasta el féretro y empezó a devorar el cuerpo de Hreidmar, el cual ya comenzaba a pudrirse. Los dientes largos del demonio mordían con verdadero deleite, pronto no quedó nada de la cara del difunto rey. Los gritos de pánico de la muchedumbre de invitados eran un clamor casi ensordecedor. “Ven, querido Fafner. Come tú también. Deglute la podredumbre de tu padre. Comprueba que aquel que no te heredó el cetro y la corona no es m´pas que un pedazo de carne pestilente”, invitó Mefistófeles. Y el dragón rojo se acercó al féretro, de una sola mordida arrancó el vientre del difunto, las tripas se arremolinaban en su boca mientras tragaba. El sacerdote Ra Ank Erais y otros guerreros intentaron detener la profanación. Fafner se volvió, ahora mucho más grande, de cinco metros de altura, echó una gran bocanada de fuego y quemó a casi todos. Sólo Azrael y la Reina Ereskigal, diciendo hechizos arcaicos y poderosos, desconocidos para todos los asistentes, pudieron ascender, cruzar las duras capas de piedra, y salir a la cima del monte Blocksberg, donde, sin mirar atrás, emprendieron la fuga hacia sus respectivos países.

Entretanto, los demás habían muerto quemados por el fuego de Fafner. Éste, maldiciendo, supurando odio por cada escama, volvió sus fauces hacia el cadáver de su padre y se comió los pies violáceos e hinchados. El resto del cuerpo ya lo había devorado Mefistófeles, quien con una sonrisa malévola imaginaba una larga siesta en las cámaras más profundas y tenebrosas en el subsuelo de la montaña, donde la Sacerdotisa Roja, su servidora, mutilaba a los espíritus que caían en su poder. Ahora tenía mucho trabajo, pues el demonio le había enviado las almas de los hermanos de Fafner, Odder y Vergen. También la del extinto Hreidmar y la del Sumo Pontífice Ra Ank Erais. El dragón rojo había pedido que a este último lo torturaran de manera más dolorosa que a todos, de forma continua, incesante, con la mayor crueldad posible. “Tus deseos serán cumplidos”, dijo con su voz meliflua Mefístófeles, y desapareció de la vista de Fafner. Éste continuó creciendo, se transformaba en un dragón gigantesco, de más de cuarenta metros de altura y cien de largo. El piso del palacio se derrumbó ante el peso del monstruo y Fafner cayó sobre el tesoro que tanto había ansiado. Ahora podría descansar sobre miles de rubíes, diamantes, vasos de turquesa, ánforas de oro, collares de perlas, cofres llenos de reliquias preciosas, millones de monedas de oro, millones, tesoros, tesoros infinitos. Eran su posesión, mucho le habían costado, merecía deleitarse en sus riquezas. Durante diez años no cesó de contemplar el tesoro, el cual brillaba ante la luz rojiza que salía de los ojos del monstruo. Y al cabo de este tiempo Fafner sintió sueño. Al cerrar los ojos se hicieron tinieblas absolutas en el corazón del Monte Blocksberg y el gran dragón rojo durmió sobre sus joyas durante doscientos años. Pronto el reino de los enanos no fue más que un recuerdo borroso, una leyenda que los hombres viejos contaban en las aldeas en noches frían, ante los ojos atónitos de los niños. Fafner dormía, pero no para siempre.

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